Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 11 de octubre de 2015 Num: 1075

Portada

Presentación

Hugo
Ricardo Yáñez

Sueño y realidad
Aleyda Aguirre Rodríguez

Berlín a fuego lento
Esther Andradi

Borodinó, Zagorsk
y María Mercedes
Carranza

Jorge Bustamante García

La suerte de los libros
Leandro Arellano

Guillermo Jiménez, un
narrador de provincia

Hiram Ruvalcaba

Juan Manuel Roca: la
extrañeza y la lucidez

José Ángel Leyva

Grecia, una
crisis anunciada

Mariana Domínguez Batis

Théodore Géricault y
la otra mitad del otro

Andrea Tirado

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
La lucha
Thanasis Kostavaras
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Sin embargo, los locos me siguen atrayendo, y vuelvo hacia ellos constantemente, atraído, bien a mi pesar,  por el misterio banal de la demencia.
Guy de Maupassant, “Madame Hermet”, Cuentos crueles y fantásticos.

A Hugo Gutiérrez Vega,
In memoriam

Es un retrato a escala natural, como visto por el marco de una ventana. Es una mujer madura, no muy mayor, pero su rostro severo la avejenta. No mira de frente, no ve a nadie, ni siquiera a quien la retrata. Es humilde; una cofia blanca cubre su cabello gris y alborotado. Su cuerpo parece estar envuelto en una manta verde, que a su vez envuelve el fondo. Sus labios apretados parecen reprimir un lamento; su nariz hinchada revela malestar; el ceño fruncido y sus ralas cejas grises enmarcan unos ojos enrojecidos, párpados húmedos y mirada dura. Una lágrima a punto de caer, apenas perceptible, revela en ella algo de locura e impotencia; un anhelo fijo como una obsesión.

El título del retrato es La monomanía de la envidia, pero esta mujer es conocida como La hiena de la Salpêtrière. Forma parte de la serie de diez monomaníacos, inmortalizados por el pintor francés Théodore Géricault (1721-1824). Sin embargo, hasta ahora sólo se conocen cinco; los otros permanecen ocultos, esperando ser descubiertos quizás algún día.

Théodore Géricault es un artista profundamente inmerso en el contexto político-cultural de su época. La Francia del artista se encontraba en una etapa de transición, inestabilidad y constante lucha entre burgueses y aristócratas. Dicha etapa afectó no sólo la vida pública, las instituciones y la sociedad en su conjunto, sino también a los individuos, y Géricault no escapa a ello. Según el médico Étienne Esquirol, tal inestabilidad derivó en el incremento de la monomanía: una enfermedad de delirio único. La premisa es que el padecimiento de los monomaníacos se desencadena a partir de una idea específica: el robo, la envidia, las fantasías mesiánicas, etcétera, pero son perfectamente racionales en cualquier otro aspecto.

En el terreno artístico los románticos iban abriéndose paso, deseando liberar al arte de los cánones de la tradición. La iconografía comienza a cambiar. Los protagonistas de las obras son los antihéroes, todos aquellos a quienes la sociedad no voltea a ver: el soldado que huye de la batalla (El coracero herido), los náufragos que sobreviven (La balsa de la Medusa), el hombre llevado al suicidio por el amor (El general Letellier en su cama, suicidio por amor); los enfermos mentales, etcétera… ésos que la sociedad veía como otros, se vuelven protagonistas.

Géricault nunca pudo ocultar su alma romántica. Según el historiador Bruno Chenique, desde su juventud, en sus cuadernos de estudiante se halla una palabra: infeliz. Posteriormente, en numerosas cartas se revela su personalidad depresiva y melancólica. Su salud siempre frágil fue también, en cierto modo, reflejo de su interioridad –siempre expuesto a depresiones y episodios paranoicos. Tal fue su depresión que en una ocasión su amigo Auguste Brunet lo dejó en manos del médico Étienne Georget, quien en ese entonces trabajaba en el hospital-asilo femenino de París, La Salpêtrière.

A partir de ese momento empezará una colaboración médico-pintor. De esta relación nace la serie monomaníacos, y aunque el motivo del encargo siga siendo un misterio, existen dos principales suposiciones.

En ese entonces se creía en la fisiognomía, es decir, en el rostro del loco en tanto que objeto de estudio científico; el rostro como un lienzo donde se plasma la locura. Étienne Georget era un joven médico que comenzaba a ganar fama por su tesis: “irresponsables son los criminales en estado de demencia”. Para demostrar lo anterior, es muy probable que haya requerido de pruebas visuales, como los óleos de Géricault; menos criminales que reformar, más locos que analizar.

Se quiere suponer que la serie fue, más que un mero encargo clínico, una suerte de terapia personal para el pintor –como lo planteó Denise Aimé-Azam–, una manera de entender lo inentendible y de acceder a lo inaccesible. Los médicos que colaboraban con artistas se conformaban con dibujos, como los de Georges François Gabriel para ilustrar la tesis de Étienne Esquirol. Los monomaníacos de Géricault, en cambio, no son solamente dibujos, sino óleos sobre lienzo, realizados prácticamente a escala natural.

Otra diferencia con los dibujos usualmente utilizados por los médicos consiste en que Géricault no se concentra únicamente en el rostro –espacio privilegiado donde se lee la locura–, sino se toma la libertad de ser más detallista e individualizar cada monomanía-locura. Cada enfermo es retratado con sus pertenencias personales: una cofia, una medalla, una muleta y un gorro.

La precisión y el detalle de cada óleo deja presumir que esos retratos fueron más que pruebas clínicas. Además, es muy probable que Géricault sintiera cierta empatía con la locura, pues dos miembros de su familia fallecieron locos. Después de todo, quizás los monomaníacos pudieran ser una suerte de espejo en donde él mismo se refleja.

La originalidad de Géricault reside en su representación de la locura, la cual no es ni la teatralización de ésta –como pueden ser las obras de Bruegel y de Goya, donde la locura debe ser [e]vidente: locos como seres inquietos, monstruos furiosos, bufones o individuos poseídos por demonios–, ni la objetividad de g.f. Gabriel, sino un justo medio entre teatralización y realidad/objetividad. Géricault se acerca de manera sensible a la locura, tratando a los locos no como seres fuera de sí mismos, sino como seres normales con un sutil rasgo de locura: la mirada. A primera vista los óleos podrían parecer retratos comunes; sin embargo, el artista introduce una mirada de locura característica que unifica los retratos. Mirada como signo de interioridad psíquica; mirada vacua y ausente del mundo “normal”.

Géricault transgrede el género del retrato, el cual usualmente busca homenajear al individuo. Sin embargo, para el pintor francés, el protagonista de su pintura no es el individuo –el enfermo–, sino su síntoma; la locura revelada en la mirada perdida se vuelve objeto de representación. Théodore Géricault desentierra los secretos escondidos en lo más profundo de las almas de los enfermos y los plasma en el gesto de sus ojos. Marca un camino para desvelar su interior, atravesando la locura, indagando en la mirada del otro.