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La marcha de la economía estadunidense: la tercera
E

s cierto. Al citar las cifras del producto interno bruto de Estados Unidos (GDP, por sus siglas en inglés) hay que señalar bien sus unidades. Así, si el último dato oficial indica un monto de 18 mil billones de dólares corrientes de Estados Unidos –o su equivalente de 16 mil billones en dólares de 2009– siempre debe mencionarse que en el vecino país –y en realidad en casi todas las cuentas de organismos internacionales– que a los miles de billones se les denomina trillones. Y que los billones son miles de millones. Por lo que los trillones equivalen a nuestros billones, nuestros millones de millones.

Bueno, todo este juego de palabras para indicar que cuando algunos lectores observan –con razón– la necesidad de esta aclaración, no tengo menos que aceptarlo. Y es que en mi nota anterior, lamentablemente omití aclararlo. Hecho esto, debo recordar que frente a un PIB de poco más de 18 mil billones de dólares corrientes (trillones estadunidenses o billones nuestros) la deuda global registrada por las cuentas nacionales de Estados Unidos alcanzó en el primer trimestre de 2015 un monto de 59 mil 46 billones de dólares corrientes (de nuevo, trillones estadunidenses o billones nuestros). Equivale a 3.3 veces el producto. Es mucho. Muchísimo. Servir esta deuda con el pago de intereses y amortizarla –si eso llegara a ser posible– impone pesadas cargas. Más, mucho más, cada vez que se eleva la tasa de interés. Y en términos del trabajo y la producción y la productividad de cada país aún más cuando hay devaluaciones. ¿Quién, por ejemplo y en su sano juicio y con honestidad pudiera decir que pese a las devaluaciones, nuestra economía –ese ente impersonal y mágico– está firme y sólida, sin aclarar las resultantes nocivas que genera?

Una devaluación de 30 por ciento como la que hemos registrado de mayo de 2014 (12.93 pesos por dólar) a octubre de 2015 (16.85 en promedio) implica que se eleva el pago de nuestra deuda externa. También los montos para adquirir bienes y servicios que se cotizan en dólares, incluidos muchos insumos que se requieren para producir bienes que se cotizan en pesos. ¿Qué sucede, entonces? Se requiere 30 por ciento más de tiempo de nuestro trabajo social, es decir, un día y medio más de trabajo de –por ejemplo– una semana de 40 horas laborables. Claro que no todos nuestros egresos se destinan al pago de deuda. Tampoco a la compra de bienes que se cotizan en dólares. A lo mejor más de productos cotizados en pesos que utilizan insumos cotizados en dólares. El asunto no es simple. Menos porque –efectivamente– el pago de nuestras exportaciones –petróleo entre ellas– nos proporciona 30 por ciento más de poder adquisitivo. Por eso es engañoso el juego en la Ley de Ingresos de precio del petróleo y tipo de cambio.

No cabe duda –dice Perogrullo– es compleja la relación deuda, dinero, tasa de cambio, precios y producción. Por eso no dejan de ser admirables las primeras reflexiones sobre esto de un brillante Jean Bodin de la segunda mitad del siglo XVI, animado en demostrar la relación entre la disponibilidad de dinero y metales precios y la evolución de los precios. Y la deuda de Francia. Pero regresemos a la deuda estadunidense. La que –indico de nuevo– representa poco más de tres veces su producto anual. En las comparaciones internacionales del Informe Financiero Global (Global Financial Stability Report) del Fondo Monetaro Internacional (FMI), específicamente en su tabla de Indicadores del Tamaño del Mercado de Capitales, se hace una interesante y continua comparación del tamaño de la deuda en el mundo y sus países. Pero –advirtamos– por falta de información en muchos países sólo se incluyen el endeudamiento público y el de corporaciones privadas. En la más reciente comparación internacional –con datos de 2013 en todos los casos– la deuda estadunidense registrada es de sólo 34 mil 500 billones (en todos los casos estadunidenses) de dólares (dos veces su producto en este registro comparativo internacional); la de la Unión Europea de 30 mil billones (1.8 veces su producto); la de Japón 11 mil 500 billones (2.5 veces su producto). Para las llamadas economías emergentes se registra una deuda de gobiernos y corporaciones privadas del orden de 11 mil 500 billones de dólares (apenas 40 por ciento de su producto). En este último caso hay ejemplos ilustrativos. China registra deuda del orden de 4 mil 100 billones de dólares (también cerca de 40 por ciento de su producto). América Latina 3 mil 500 billones (60 por ciento de su producto). México –ya veo datos de 2014– una deuda externa global de 258 billones, de la que poco más de la mitad es gubernamental, representa 20 por ciento del producto. O sea… No deja de ser interesante que países de Medio Oriente y norte de África (muchos de ellos petroleros) deben menos de 10 por ciento de su producto.

Claro, se trata de regiones en las que se encuentran países poseedores de los más importantes fondos de deuda pública. Arabia Saudita y Argelia, por ejemplo. Bueno, en los registros del FMI, globalmente el mundo debe casi 98 mil billones de dólares, equivalente a 1.3 veces un producto mundial ligeramente superior a los 75 mil billones de dólares. Pero es claro –a diferencia de lo que en los años de la llamada crisis de la deuda parecía– que son los grandes industrializados los más endeudados. Y sin embargo, ahí está el paradójico caso de una Alemania que según este registro del Fondo sólo debe 1.2 veces su producto. Y ya es –hay que saberlo– el primer exportador de capitales en el mundo, seguido de cerca por China. De veras.

NB: Jesús Campos Linas me dispensó de una amistad y consejos fundamentales en momentos muy difíciles de mi vida laboral y personal. Y a muchos –muchísimos– su vida de lucha y litigio democráticos nos enseñó a vivir con el rostro de frente. Sin agacharlos. De veras. Déjenme, por favor, decir algo de mi UNAM. No deja de ser curioso que la Junta de Gobierno no haya convocado primero a la comunidad a expresar sus diagnósticos, ideas y proyectos sobre el presente y el futuro de nuestra querida UNAM. Y luego –sí, luego– buscar quiénes serán los más aptos para coordinar los esfuerzos colectivos para lograr un cambio consensuado. Lo hace –como siempre– exactamente al revés. Es obvio que, al menos en esto, la legislación universitaria debe cambiar. Sin duda.