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Ver día anteriorDomingo 11 de octubre de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La dolorosa treintena
L

a necesidad de un ajuste distinto se plantea apenas uno pasa revista a la situación actual y a los resultados del cambio estructural globalizador impulsado por el Estado a fines del siglo XX. Esto hicimos el jueves y el viernes pasado en el Coloquio de Otoño de la Academia Mexicana de Economía Política presidida por el doctor Ángel de la Vega.

En los pasados 30 años el país trazó una nueva trayectoria de su evolución económica, cuyo crecimiento ha sido menor al registrado en los 50 años anteriores. Por su duración y perspectiva actual, podemos hablar ya de una trayectoria histórica cuyas implicaciones para el conjunto de la sociedad no sólo no han sido buenos sino que de continuar pueden agravarse hasta meternos en un remolino que no nos alevantaría como en el corrido, sino nos hundiría en un torbellino de descomposición social y estancamiento secular. De aquí la urgencia de pensar en un nuevo curso que recupere la idea y la práctica del desarrollo a partir de un ajuste de corte y calidad distintos al que llevó a cabo el presidente De la Madrid en la década de los años 80 sin resultados positivos para la economía y la sociedad.

Lo malo es que la visión y el enfoque predominantes entonces se volvieron costumbre del poder e impusieron una política de estabilización en extremo conservadora, sin considerar que las condiciones que entonces privaban y hubiesen podido incluso justificar el ajuste han cambiado sustancialmente: el peso de la deuda pública se ha reducido y la inflación es, se presume, la más baja de nuestra historia.

Aquel ajuste se dirigió a crear las condiciones necesarias para saldar la deuda y abatir la andanada inflacionaria agudizada por las devaluaciones de entonces, lo que de alguna manera se consiguió hasta finales de los años 80, a partir del Plan Brady y de la aplicación de un ajuste ni ortodoxo ni herterodoxo al que siguió la aplicación abierta y drástica del cambio estructural, destinado a hacer de la mexicana una economía abierta y de mercado, inscrita en una ruta de integración cabal con la economía de Norteamérica. Lo que también se logró, a pesar de las muchas distorsiones que han acompañado a la mencionada ruta integradora inscrita en el TLCAN.

Pues bien, tales victorias no tienen resonancia ni acompañamiento en el ritmo y la calidad de los empleos que se han creado en esta treintena. La economía y su dinámica se divorciaron tajantemente de la demografía que también cambiaba de ritmo y composición y el resultado está a la vista: la informalidad laboral dominando el panorama social de México y la brecha laboral documentada por el economista Luis Foncerrada supera los 12 millones de empleos que nos faltan para dar sostén a una sociedad con muchas carencias y muy bajos ingresos generales.

Se impone un viraje que no puede ser tan drástico como lo fue el de hace tres décadas. Tiene que permitirnos un gradualismo acelerado que impida a su vez que, como ocurrió antes, se eche al niño junto con el agua sucia de la bañera. La política económica del desperdicio que se implantó entonces, bien estudiada por Nathan Warman, Vladimiro Brailovski y Terri Parker, no puede repetirse.

Avanzar, más que pensar en abandonar, la brecha exportadora, mediante políticas industriales que impulsen nuevas formas de integración productiva y auspicien una efectiva y durable nacionalización de la globalización alcanzada, debería ser uno de los propósitos centrales del nuevo ajuste. Sin embargo, es inevitable que al reconocer el mapa de pobreza y carencias que hoy nos marcan como comunidad y amenazan nuestra cohesión nacional y social, lleguemos cuanto antes a un acuerdo en lo fundamental que hoy tiene que ser articulado e inspirado por lo social.

Serán el empleo y la protección y seguridad sociales, los objetivos de la nueva economía que resulte del nuevo ajuste. Son ellos, y no muchos más, los que pueden dar legitimidad profunda a la reforma hacendaria, tributaria y del gasto, que es indispensable para contar con un Estado fiscal digno de tal nombre y al que de modo inaudito ha renunciado el gobierno actual. Sin esto, sin un Estado capaz de recaudar y gastar, no habrá seguridad pública o personal y la creación de la plataforma mínima necesaria para empezar a construir un Estado social respetable habrá quedado pospuesta sine die.

Puede sonar mayúscula o grandilocuente la tarea, pero su inicio es lo que demanda la coyuntura actual y el deterioro continuado de nuestra vida pública e existencia social. Una reforma del Estado para que empiece a adquirir el perfil de un Estado de bienestar es el rumbo que a su vez puede abrir la puerta a la obligada revisión del régimen democrático que ha podido erigirse en este periodo. Del descontento en la democracia puede pasarse sin previo aviso al descontento con la democracia y la civilidad apenas implantada. Tal es el mensaje de la bronquería y los ecos que nos deja un reclamo ciudadano airado pero alejado del reconocimiento de la fractura social que nos define y amenaza.

Una economía social con un Estado protector y comprometido con el bienestar y la justicia colectiva, es el faro que necesitamos para salir del marasmo y del desamparo aprendido, que se nos ha impuesto como empobrecedora ruta de la supervivencia. Por esto es que el nuevo ajuste tiene que ser también mental, para llevarnos al alma que se nos extravió en este dolorosa treintena.