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En un patio de París
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Fotograma de En un patio de París, del realizador tunecino Pierre Salvadori, quien en poco tiempo se ha vuelto un especialista de la comedia
P

ierre Salvadori, realizador tunecino residente en París, se ha vuelto en poco tiempo, y luego de ocho largometrajes (entre ellos, Los aprendices, 1995; Una dulce mentira, 2010), especialista de la comedia y buen observador de las manías y prejuicios de la clase media francesa urbana.

En su cinta más reciente, En un patio de París (Dans la cour, 2014), el director y guionista explora las conductas extravagantes de los inquilinos de un edificio a través de la mirada de un solo personaje, Antoine (Gustave Kervene), portero taciturno y depresivo que es el mayor contacto entre vecinos que parecen no interesarse particularmente en la existencia de los demás. El bonachón y rubicundo conserje está siempre a la escucha de quejas y lamentos de otros seres neuróticos y depresivos en esta radiografía incisiva del individualismo y la soledad en las grandes urbes. Su biografía pasada es algo triste: un hartazgo laboral como desencantado músico de rock, una vida doméstica sin incentivos, y la amenaza del desempleo con rescate final de la penuria por parte de una generosa asistente laboral, como él depresiva y adicta a los ansiolíticos.

En un patio de París se sitúa en la línea de El encanto del erizo (Le hérisson, 2009), cinta filmada por la también francesa Mona Achache, a partir de la exitosa novela de Muriel Barbery, La elegancia del erizo. Lo que ha cambiado es el estrato social de los personajes. Del edificio elegante parisino que presentaba Achache, con personajes educados e impecables, y una malhumorada portera secretamente adicta a la literatura, transitamos ahora a un conjunto habitacional, con un patio interior donde se desarrolla toda la trama y por el que transitan la maniática y obsesiva Mathilde (Catherine Deneuve), una mujer jubilada presa de crecientes angustias por detalles como una grieta en su departamento, y otros personajes pintorescos de equilibrio mental trastornado. Sólo el marido de Mathilde parece tener un mínimo de cordura en ese vecindario al que también llega un ocupa indigente con acento ruso, estrafalario e iluminado, acompañado de su mascota.

El conjunto de personajes, arquetípicos todos, a un paso siempre de la caricatura y lo grotesco, habría dado lugar a una comedia delirante, al estilo de La comunidad (2000), del español Alex de la Iglesia. Pierre Salvadori propone, sin embargo, algo muy distinto: una sensible parábola de la solidaridad moral entre seres neuróticos y solitarios, ajenos a un orden pragmático que los ha relegado o ignorado, transformándolos en parias socialmente prescindibles. El portero Antoine es un perdedor total, con la lucidez suficiente para calibrar con agobio su propia mala suerte, y una fragilidad extrema que le confina al consumo excesivo de cerveza y drogas. Sólo en alguien así puede una Mathilde al borde de una crisis nerviosa, encontrar un alma gemela y compatible. La cinta explora la comunión amistosa de esos dos personajes.

Lo desafortunado es que un relato que podría tener una carga dramática más intensa o un filo crítico más acerado, deba confiar, en ocasiones, en recursos humorísticos chatos y reiterativos. Algunas ocurrencias pretendidamente graciosas se suceden de modo previsible, como los aullidos de un vecino desde su ventana para ubicar al perro que le impide dormir o los insistentes chantajes sentimentales del paracaidista eslavo a la vez amable e irascible; otras, en cambio, son formidables, como la visita delirante de Mathilde a la casa donde vivió de niña y su embestida violenta, aterrorizando niños, contra los nuevos inquilinos al descubrirla totalmente transformada.

Por encima de ese desconcertante zigzagueo entre una comicidad burda y un manejo sutil de la comedia, el acierto mayor de la cinta es su ilustración del desaliento moral de Mathilde, agobiada por su jubilación y obsesionada por mantenerse socialmente útil, y su empatía total con el achacoso y depresivo Antoine que para ella es, tal vez, el último rastro de humani- dad reconocible. Un comentario ciertamente oblicuo, no por ello menos contundente, sobre la crisis moral de una Europa neoliberal cada día más desligada de sus viejos principios de fraternidad solidaria.

Se exhibe en salas comerciales y en la Cineteca Nacional.

Twitter: @CarlosBonfil1