Opinión
Ver día anteriorMiércoles 30 de septiembre de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Un asesino de gatos
P

ara vengarse de la negativa de su madre a darle 10 euros para adquirir su dosis de cannabis, un joven mató la consentida mascota de su progenitora: un adorable gatito que exterminó a martillazos en la cabeza. Incapaz de explicar su gesto, reconoció haber ya matado otros dos gatos.

Este despiadado asesino se creyó impune, ni siquiera trató de disfrazar su crimen. Tampoco de ocultarse. No se imaginó que su progenitora iba a denunciarlo ante las autoridades y, menos aún, que sería sometido a juicio y condenado a seis meses de prisión. Un gato más, un gato menos no tenía importancia, en su opinión, como no fuera para hacer sufrir a su progenitora, único blanco de su crimen. Su cinismo y la crueldad en la ejecución del pequeño felino decidieron a la corte a declararlo culpable.

El brutal imbécil ignoraba que había jurisprudencia: en 2014 un energúmeno, cuyo mórbido sadismo consistía en arrojar gatos contra un muro para verlos estrellarse y volar en una masa sanguinolenta a los animales, había sido condenado a un año de prisión.

De inmediato conducido a la cárcel, de inmediato también el bombardeo de comentarios de los internautas en favor y en contra de la sentencia. Una verdadera polémica, a través de las redes sociales, se había desatado. Los tuits se fueron volviendo cada vez más agresivos, insultantes, violentos. Sus autores revelaban pasión y odio, sentimientos álgidos que yo creía reservados a una guerra de territorios, lucha por una causa, insurrección contra tiranos, combate por el poder, conflagración de religiones…

La expresión revelada en los tuits era pasional: la vehemencia, el arrebato, alejando más y más a los contrincantes de un pensamiento razonable. Acaso el anonimato del tuit da valor a quienes usan este camino para esconder su cobardía.

No vale la pena condenar a un ser humano por matar un animal, sobre todo tan inútil como un gato, al menos un perro sirve de vigilante, de defensa. El tipo merece más que seis meses de prisión: su crueldad con el gato no es inferior a la de un hijo desnaturalizado que busca hacer sufrir a su madre. Deberían otorgarle una medalla al mérito por deshacer a su progenitora de una pasión senil: ¿cuándo se ha visto preferir un animal a su hijo? Igualito a Jack el destripador, nada más que en favor del inglés puede argüirse una búsqueda científica, mientras el destripamiento de un apacible gato fue hecho por para satisfacer un vil instinto de hacer sufrir. La presencia de un gato les evita caer en una soledad suicida. Lo que necesitan es consultar un siquiatra, igualito que jurados y jueces.

Para salir del delirio de los tuits, subamos a una visión más racional. Entre el ser humano y el animal, el intercambio se pierde en la noche de los tiempos, aunque no lo haya sido siempre de manera idéntica. Desde las grutas prehistóricas, como las de Altamira o de Lascaux, son los animales, no muy alejados de nuestros lejanos ancestros, los primeros representados. Sus figuras quedan plasmadas en las paredes rugosas de la piedra con un arte dominado con tal maestría que el término primitivo no conviene y es mucho mejor hablar de arte primero.

Sin hablar del Arca de Noé, en Homero, cuando Ulises regresa a Ítaca, después de su tan larga ausencia, antes que cualquier otra persona, su perro lo reconoce. Podrían multiplicarse los ejemplos, en el arte como en la literatura. Se les encuentra, esculpidos magníficamente, grandiosos, en la obra de los mayas, los aztecas o los antiguos egipcios. Animales tan reales como la serpiente, mitológicos como la esfinge. En sus Fioretti, san Francisco de Asís habla a los animales como a sus hermanos. Esto podría llevarnos a reflexionar en ese fenómeno incontestable: una civilización se define también en la relación que los seres humanos mantienen con sus semejantes, los animales.

El joven monstruo condenado por su imbécil crueldad debería haberlo sido por crimen contra la humanidad.