Opinión
Ver día anteriorMartes 22 de septiembre de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Exposición monárquica
L

a virtud máxima que le encuentro a esta muestra que ha resultado políticamente discutible, en algunos casos específicos, por las inclusiones imperiales mexicanas que podrían dar lugar a un conjunto aparte y seguramente lo darán en un futuro no remoto, es que se trata de un trabajo en equipo en el que participaron especialistas de varias dependencias, incluidas las universidades Nacional Autónoma de México y de Barcelona, regidas por el equipo del Museo Nacional de Arte y no necesariamente bajo el criterio único de su director, Agustín Arteaga, sino de los mismos trabajadores asesorados por dos curadores principales, ambos del museo: Abraham Villavicencio y Paulina Bravo. El resultado es ecléctico y para todos los criterios, hasta para quienes gustan de las antiguallas que en este caso tienen carácter emblemático y las hay bien interesantes, como las monedas diseñadas por Gerónimo Antonio Gil, cuando se inauguró la Academia de San Carlos de la Nueva España y algunos de los préstamos de Rodrigo Rivero Lake y de otras dependencias.

Hay otra virtud o ventaja, si así quiere llamársele. El visitante interesado en el tema es llevado a buscar datos sobre algunos de los personajes para no entrar en confusión. Así podemos identificar incluso ciertos usos lingüísticos en materia de bebidas, como el bloody Mary, que no fue inventado en honor de Mary Queen of Scots (o sea María Estuardo, quien perdió la vida ante su prima la poderosa Isabel I de Inglaterra, como algunas personas creían) sino de María Tudor, hija de los reyes Católicos y segunda esposa de Felipe II, piadosa monarca fidelísima de la Inquisición que desarrolló un embarazo ficticio, probablemente cancerígeno, mismo que la llevó a la defunción; Felipe, viudo (su contrapartida en cuanto a destinos conyugales sería Enrique VIII, quien como se sabe no tenía demasiados escrúpulos), pudo así desposarse legítimamente con quien resultó ser el mayor amor conyugal de su severa existencia: Isabel de Valois (a quien retrató Tiziano, por cierto), madre de Isabel Clara Eugenia, cuyo retrato de medio busto atribuido a Pourbus el joven es préstamo mexicano de la colección Reyero, al igual que el de su cónyuge y primo: Alberto de Austria. Isabel Clara Eugenia reaparece de cuerpo entero en otra pintura pequeña, muy curiosa procedente de la Hispanic Society de Nueva York: La familia de Felipe II; el monarca está sentado a la izquierda y junto a la hija de Felipe está otra dama que es también hija de Isabel de Valois: Catalina Micaela. Ambas entrelazan sus manos con una figurita probablemente emblemática que tal vez refiera a su medio hermano Carlos de Austria, príncipe de Asturias. No entiendo bien esa pintura, porque ese Carlos, quien es el que inspiró la tragedia de Schiller y luego la ópera de Verdi, no llegó a ser rey, y según la invención indispensable de Schiller, basada quizá en la chismografía cortesana o a su propia interpretación, desarrolló una rivalidad satánica hacia su padre, de modo que Felipe II tuvo que aislarlo, el infante estaba loco de atar, eso sin duda. Hay otro Carlos representado en la muestra varias veces, que sí llegó a ser rey, Carlos II, hijo de Felipe IV y de la reina Mariana. Se exhiben retratos de taller de ambos monarcas basados en originales de Velázquez. Carlos II es personaje que tampoco gozó de salud cabal, cosa que queda de manifiesto en su fisonomía, el mejor retrato es probablemente el de Juan Carreño de Miranda, de cuerpo entero, e igual de enjundioso es el de nuestro pintor novohispano Patricio Morlete, aunque hay otro que capta sólo su rostro por Luca Giordano. Conocido en su tiempo como Luca fa presto.

Isabel de Valois murió a los 22 años. Felipe volvió a casarse, ante la urgencia de procrear un hijo varón. Su elección recayó en su prima Ana de Austria y de los hijos que tuvieron, sólo Felipe III llegó a la edad adulta. Ana murió de gripe, después de ser sangrada varias veces, a los 31 años. Felipe ya no insistió en el sacramento del matrimonio, sino que se recluyó en su palacio monasterio de El Escorial, que es creación suya y sepulcro real. El último monarca de la dinastía Habsburgo fue este tan retratado Carlos II de Austria, cuyo testamento dio lugar al inicio de la dinastía borbónica. Los borbones cuentan con hermosas representaciones que desde el punto de vista de la gratificación pictórica están entre las más agradables, aunque algo dulzonas representaciones del conjunto, independientemente de su condición de diositos (ahora se diría mirreyes) que señala en su lúcido texto Yo el rey, Abraham Villavicencio. Esta idea es pertinente (desde mi punto de vista) en el retrato que Goya le hizo a uno de los peores personajes reales que han existido en la historia de las monarquías: Fernando VII de Borbón, el deseado. Hay que fijarse bien en su fingida pose, denotadora de extrema y estúpida vanidad, tan es así que sir Ernst H. Gombrich eligió esta efigie para ilustrar el sentido crítico de Goya como pintor de corte, tan evidente en su pintura La corte de Carlos IV, que lógicamente no pudo ser obtenida en préstamo. Pero podemos darnos una idea de la índole de su esposa, María Luisa de Parma, a través del retrato atribuido a Augusto Esteve, proveniente del Museo Lázaro Galdiano de Madrid, igual que el retrato de medio cuerpo de su cónyuge, aunque la más realista (en el sentido de realeza) de las efigies de Carlos IV es la de Mariano Salvador Maella y proviene del Museo Nacional de San Carlos. En una nota próxima me referiré a mi pintura predilecta en este suntuoso conjunto, que está referida a San Hipólito y es una pieza altamente singular proveniente del Museo Franz Mayer.