19 de septiembre de 2015     Número 96

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Las mujeres del alba,
de Carlos Montemayor*


Carlos Montemayor entrevistando a doña Herculana Adame de la Cruz, una de Las mujeres del alba FOTO: Susana de la Garza

ALBERTINA

Hermana de Salomón Gaytán Aguirre, campesino, 23 años, caído en el asalto al cuartel Madera el 23 de septiembre de 1965

“Van a matar a mi hermano Salomón. ¿No oyes los disparos?”, insistí, “están atacando el cuartel”. “No entiendo”, contestó mi hija. “Tienes que entender ahora, porque Salomón es de los atacantes. Recé muchas semanas para que esto no ocurriera.” El tiroteo aumentaba por el rumbo de los cuarteles y de los talleres de ferrocarriles. Había explosiones de bombas. Me asomé por la ventana: estaba oscuro, nada podía ver. Salí al corral y a lo lejos vi el espejo quieto y negro de la laguna. Olía a humedad, a lluvia reciente; la tierra en el corral estaba reblandecida, lodosa. Me sentía atrapada por la oscuridad, por el tiroteo y las voces. Quise gritar también, correr hacia la laguna. Sentía la muerte, el pensamiento, la delicada luz del amanecer que no lograría soportar estas cosas. Mi hija mayor quiso tranquilizarme. “Van a matar a Salomón”, repetí. “Hace frío”, dijo mi hija, “entremos en la casa”. “No quiero, no puedo”, repetí. Presentí que iba a llorar, pero me esforcé en permanecer firme. “Deben estar ahí mis hijos Juan Antonio y Lupito”, pensé, “también Salvador. Están ahí mis hermanos y mis hijos, los Gaytán y los Scobell”. Mi hija temblaba a mi lado; era el frío, el miedo, no sé. Yo estaba mirando el cielo, buscando una grieta de luz, de amanecer. Cerré los ojos un momento, rezando. Cuando los abrí, estaba de nuevo en la casa, con una taza de café caliente en las manos. Mi hija me había puesto una frazada en la espalda y me miraba con los ojos llorosos. “No estoy segura si prefiero que amanezca. Quiero que todo el día siga así, a oscuras”, me dije, “¿Y los otros muchachos, los que no son de aquí? ¿Qué haremos con esas familias?”, murmuró mi hija (Pág. 19).

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No soportaba continuar encerrada en la casa. Quería salir a los cuarteles, comprobar lo que estaba ocurriendo. La gente corría por las calles. Un vecino informó que estaban atacando el cuartel con explosivos. Yo sabía que eran mis hermanos y mis hijos. Muchos soldados acampaban fuera de los cuarteles, al otro lado de la laguna, y quizás ahora avanzaban hacia la guarnición y atacaban desde la ribera. Oí el silbato del ferrocarril cuando el tiroteo aún era intenso. Pensé en enviar un mensaje a mis padres, a mi marido, que estaban en el rancho. Alguien tenía que avisarles. Cuando amaneció por completo, cesaron los tiros. Los soldados pasaban corriendo en grupos por las calles, apuntando con las armas; iban persiguiendo a alguien. A lo lejos, bajando por la calle del cerro, distinguí a Monserrat. Venía con sus cinco hijos, los hijos de mi hermano Salvador. A él y a Salomón los han buscado con mayor tesón los soldados y los policías rurales. Tienen miedo de ambos. Pero sobre todo presionan a Monserrat, a mí, a mis padres. Nos arrestan, nos interrogan, nos incomunican, nos amenazan. Ahora ellos aquí están, ahora aquí los tienen cerca (Pág. 22).

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Lo presentí. Le tocó morir a Salomón, no a Salvador. Cuando lo escuché por radio me dije: “Ahora no se equivocan. Sé que es Salomón”. Mi hermano menor que reía, que cocinaba, que le gustaba hacer tortillas de harina, que era valiente, el más justo. Salvador era reflexivo, pensaba las cosas, actuaba con tiento. Salomón reía, actuaba con el corazón, con la fuerza del mundo, como llega el viento o inunda el calor. Él cuidó a mis hijos, los llevó con él, los hizo justos y combativos. “Yo no les enseño, Albertina”, me dijo. “Su propia sangre les dice cómo ser. El valor no es algo que se aprenda; brota nada más. Tus hijos lo saben por su propia sangre. Así son Toño y Lupito, no les tengo que decir qué es lo justo y que no. Por eso nadie los va a doblegar”. Ya era joven cuando mi hermano estudió primaria. Álvaro Ríos lo convenció y lo llevó a la ciudad de Chihuahua. Ahí estudió. A Salomón le gustó. Lo hizo más natural, más lo que él era; le dio más libertad para ser así. Creo que lloré mientras iba por las calles. O quizás fue el frío, la humedad. Me parecía que atravesaba entre muertos, o entre gente que estaba a punto de morir. Iba sola, y sentía el sol que ascendía por el horizonte, que trataba de calentar el lodo, que brillaba en los charcos, en el bosque, en la sierra quieta, silenciosa. Varios soldados intentaron detenerme antes de llegar a los cuarteles. “Tengo que pasar”, les contesté sin detenerme. No hice caso. Ellos estaban nerviosos y confundidos. Dos soldados se interpusieron en mi camino y me dijeron que no podía pasar. “Vengo por mi hermano que está en el cuartel”, respondí sin detenerme, esquivándolos. “Nadie puede entrar al cuartel”, me advirtió. “No tengo por qué entrar al cuartel, voy a hablar con su superior”, repliqué sin dejar de avanzar. Al momento, llegué al cuartel. En la entrada, entre la barda de troncos, había una escolta de soldados. “Vengo por mi hermano”, dije. Los soldados no entendían. “¿Qué quiere usted?”, me preguntó uno de ellos. “Vengo a recoger el cuerpo de mi hermano.” “¿Quién es su hermano?”, preguntó el mismo soldado. “Uno de los hombres que ustedes mataron.” “¿Es uno de los atacantes?” “Vengo por Salomón Gaytán. Es mi hermano. En el radio dijeron que ustedes tienen su cadáver.” “No estamos autorizados para dar ninguna información.” “No quiero información, vengo por su cadáver.” Se aproximaron otros dos soldados a la puerta, que portaban otras insignias, y preguntaron qué ocurría. El soldado que hablaba conmigo respondió: “Mi capitán, esta señora quiere recoger el cadáver de un hermano”. El capitán se volvió a mirarme. “Vengo por Salomón Gaytán. En el radio dicen que ustedes tienen su cadáver aquí, en el cuartel.” Intervino el que acompañaba al capitán: “Es uno de los muertos por los explosivos. Cayó bajo el talud de las vías del ferrocarril”. “¿Por qué quieren ustedes su cadáver? No lo necesitan. Yo sí”. El capitán me miró inexpresivamente. Luego dio instrucciones a su asistente (Pag. 27).

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Fui por la tarde a casa de mi cuñada Monserrat. La encontré asustada y con la casa revuelta. Habían llegado los soldados por ella, la habían interrogado. Buscaban a mi hermano Salvador. Ignoraban quienes participaron en el ataque a los cuarteles, pero querían a Salvador. No a mi hermano Antonio ni a mi hijo Lupito. A Salvador. Por eso presionaron a Monserrat y a sus hijos. Le ayudé a levantar la casa. Los niños también ayudaban, pero no podían avanzar gran cosa (Pág. 160).

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MONSERRAT, LA MADRE


"Ellos sabían por qué". Mural de Alberto Carlos.

“Me voy”, le dije a mi cuñada. Ella me miró de frente, muy lúcida. “Salvador no murió en el ataque al cuartel, o no estuvo”, le expliqué. “Salvador y Antonio venían por separado. Si el cadáver es de tu hijo, es posible que ni Salvador ni Antonio hubieran estado en el ataque. No tiene sentido que me quede aquí. No tiene caso ocultarme.” Decidí regresar a mi casa antes de que anocheciera; aprovechar la luz que había antes de que se pusiera el sol. Yo sabía que buscarían a Salvador en la casa, que me molestarían, que me arrestarían quizás. Pero no me interesaba. Debía regresar a la casa porque en algún momento Salvador entraría en contacto conmigo. “¿Por qué no te vas a Casas Grandes?”, me dijo mi cuñada. “Ahí estuviste segura el año pasado, cuando se levantaron en armas Salomón y Arturo Gámiz.” Sí, era cierto. Mis hijos y yo tuvimos que irnos del Mineral de Dolores a la ciudad de Casas Grandes, porque en Dolores me presionaban con una vigilancia policiaca constante. Pero le expliqué a mi cuñada que hacía un año yo estaba embarazada y en Casas Grandes estaban también ocultos sus hermanos Salomón y Antonio, y que Salvador se presentaba ahí con frecuencia. Ahora Salomón estaba muerto y no sé dónde estarían Salvador y Antonio. “El año pasado todo parecía mejor”, le dije a Albertina. “Ellos atacaron la hacienda de los latifundistas de los Cuatro Amigos, quemaron el cuartel de los policías judiciales que estaban con Rito Caldera, les requisaron las armas, los dejaron libres, participaron en las invasiones a tierras en el municipio de Casas Grandes y formaron nuevos cuadros armados ahí. Ahora no, Albertina. Ahora todo ha cambiado. Me quedo aquí, no tengo a donde ir. Hasta que Salvador me avise o regrese.” Mi cuñada me abrazó y lloró, pero con mucha entereza, sin gemir. Nadie lo notó. Había llegado mucha gente al velorio. En voz baja me comunicó su aflicción. “No sufro por mi hijo Lupito, pues sé que está vivo, que no cayó en el asalto al cuartel y que se mantendrá vivo y combatiendo mucho tiempo. Me duele que no esté aquí mi hijo Antonio, que me hayan impedido rescatar sus restos.” Salí de la casa con mis cinco hijos. El sol empezaba a ponerse y aún había mucha luz en la calle. Rumbo al sur, rumbo a la sierra, por la cuesta de Cebadilla, por Las Lajas, por nuestra casa, la inmensa masa de los bosques se veía oscura. Hacía frío, el viento soplaba constantemente, aunque sin violencia. Pero todo me parecía violento y frío (Pág.46).

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MONSERRAT, LA HIJA

Desde el lunes en la mañana me llevé a mis hermanitos a unas oficinas del gobierno donde daban desayunos a niños pobres o a niños que llegaban a la escuela sin comer. Pero hoy jueves, la directora me dijo: “Monserrat, no te puedo dar ya los desayunos, lo tengo prohibido; ya no puedo darte nada, llévate a tus hermanitos”. También en las tiendas a donde íbamos a pedir prestado les prohibieron ayudarnos. Nada más un hombre muy valiente no se sometió a las órdenes del gobierno, Carlos Muñoz. Fue la única persona que nos ayudó; me llenaba mi bolsita de mandado con verdura, con lo poco que podía. Querían que mi padre se entregara, lo querían vivo o muerto. Pensaban que con presionar a la familia mi papá se iba a entregar. A ellos les interesaba mi papá. Nunca supe que un día se llevaron al cuartel a mi tía Albertina a declarar, no. Mi abuelita estaba en el rancho y mi abuelito estuvo unos días con mi tía y luego se regresó al rancho. A mi mamá no la dejaron en paz. Se la llevaban al cuartel, como secuestrada. A todos nos llevaban con mi mamá. O en ocasiones llegaba yo de la escuela y a mi mamá ya la tenían en el cuartel con mis hermanos. La interrogaron muchas veces. Llegaban los soldados, sacaban la ropa, todo lo tiraban a patio, era una cosa muy triste. Mi mamá fue muy valiente. “Búsquenlo en la sierra”, les decía. No alcanzo a entender por qué razón mi mamá era más perseguida que mi tía. A mi tía no la acosaron, aunque sus hijos habían participado en el asalto a los cuarteles (Pág. 186).

¿Quién fue Caín ?

Manuel Lureña Caballero

Hay en Madera un Cuartel…
¿Quién fue Caín?
¿Quién fue Abel?
Son dos hermanos en duelo.
Uno vestido de verde,
otro desnudo de pueblo.

Que dirimen con fusiles
pleito de tierras, añejo,
enlutando los perfiles
de drama tan hondo y viejo.

Antes que el gallo cantara
en el Cuartel de Madera,
cantó la ametralladora
con su aullido de fiera.

¡Cuánta carne destrozada
cayó en la cara al cielo!
¡Cuánta traición en el suelo!

La paloma de la Paz
se escondió entre los pinares
buscando en la roca dura
bálsamos a sus pesares
y encontró que la dureza
de la roca montañesa
sólo parió… ¡militares!

Hay en Madera un Cuartel
¿Quién fue Caín,

quién es Abel?

HERCULANA

“Nuestro hijo estaba ahí”, se lo dije, “Sabíamos que esto podría pasar, Tiburcio”. Ya estaba anocheciendo, pero todavía se columbraba un poco de luz en el horizonte. Fue un golpe muy fuerte para mí. Tiburcio no me entendía. Claro que me dolía pensar en mi hijo Matías. Claro que sentí dolor con la noticia y claro que la muerte del doctor Pablo Gómez era una desgracia. Porque siempre seguimos al doctor. Siempre lo siguió Matías, por eso le aseguraba a mi esposo que ahí debió haber estado nuestro hijo. Ya no podíamos arreglar lo que estaba hecho. Si también había muerto mi hijo, ¿Qué hacer? Esto podía pasar, claro que sí. Pero a mí otras cosas me quitaban el dolor, pues me enojaban. Yo esperaba que vinieran a hablarnos, a llamarnos Lupe Jacott o los Rodríguez Ford. Porque siempre habíamos oído de ellos que si alguien caía en la lucha, surgirían otros. Y que se levantarían otros más, que esto no acabaría. “¿Y dónde están, Tiburcio?”, le preguntaba ofendida a mi esposo. “¿Dónde están todos los que se iban a levantar cuando cayeran los primeros?” Esto me ofendía, pero me quitaba el dolor. No me ofuscaba el pensamiento, porque pensaba con claridad. “Ya cayeron los primeros, pues. Ahora ¿Quiénes seguimos? ¿Dónde están los que debían seguir?” Ya había pasado mucho tiempo, casi todo un día. Porque los primeros cayeron al amanecer, muy temprano. Pero ya lo supimos, ya ocurrió. Ya cayeron los primeros que tenían que caer. ¿Y ahora qué? ¿El mundo tiene que seguir igual, sin que nada cambie? Eso no me parecía correcto. Es lo que no me entendía Tiburcio. Nosotros aquí, en Delicias, tan lejos de la tierra, de nuestro hijo. Pero los demás, ¿Dónde estaban los demás que tenían que levantarse detrás de ellos? Eso me torturaba. Morirse y que ni el viento se diera cuenta. No me parecía correcto, ¡qué va! No era miedo, yo no he tenido miedo y nunca quise que mi hijo conociera ese sentimiento. Pero ya era sabido que si nos quedábamos sin ellos, otros teníamos que seguir. ¿Y dónde estaban? Eso me torturaba, no el miedo, no, ¡qué va! Eso me ofendía (Pág. 52).

* * * *

LUPE

Todos los profesores tenían ideas liberales, pero unos las manifestaban y otros no. El profesor Gonzalo, el maestro Tavares, el profesor Ramírez, todos participaron, todos nos dieron una formación social, cómo ir a la sierra, cómo participar, cómo aprender para que pudiéramos dar algo. Yo digo que todos influyeron. Pero, claro, por su participación en la Unión General de Obreros y Campesinos de México y en el Partido Popular Socialista, el profesor Pablo fue definitivo. De manera natural nos llevaba a las comunidades en comisiones de ayuda, de alimentos, de salud. A varias compañeras nos enseñó a poner inyecciones; íbamos con él a vacunar, a ayudar a enfermos. Yo tuve a mi cargo inyectar a una señora que estaba en los huesos, sin músculos; había adelgazado por una larga enfermedad y le inyectábamos vitaminas. Vivimos muchas escenas de pobreza, de hambre, de desnutrición, de enfermedades. En las marchas de campesinos, en invasiones de tierras, a veces se nos enfermaban los niños de paperas, varicela, muchas cosas. En el 62, en el Comité de la escuela acordamos que se nos suspendiera el pan de dulce y el postre y que el dinero ahorrado se entregara a ciertos grupos de campesinos que venían en una caminata. Pero nos lo negaron. Por eso abrimos la bodega y sacamos la comida y la donamos. Yo abrí la bodega y saqué las cosas, huevos, pan, panqué, de todo. Esa fue mi primera participación en términos estudiantiles. Cuando tuvimos la reunión en la casa de Paquita conocí a Pedro y a Juan. A Óscar Sandoval sí lo conocía. Lolita Gámiz y su hermano Emilio también estuvieron en esa casa. A mí me dijo el profesor que yo no iba a participar, que me fuera a alguna parte. Yo me fui para Anáhuac y estaba con unos tíos cuando oí la noticia. Me acostumbré a pensar en el profesor Pablo Gómez en todo momento difícil. Siempre tenía él una solución y la paciencia de ir resolviendo las cosas. Eso era importante, nunca me permitió que me sintiera frustrada, nunca, no. Yo trabajaba en las comisiones porque era parte de mi vida, porque simple y sencillamente era mi vida. Fue como mi época dorada o algo así. Porque fue donde yo me realicé como ser humano, como muchas cosas (Pág. 120).

*Selección de textos hecha por Rosario Cobo.

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