Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 30 de agosto de 2015 Num: 1069

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Hablar sobre
Pedro Páramo

Guillermo Samperio

Instantánea
Marcos García Caballero

Kati Horna, vanguardia
y teatralización

Adriana Cortés Koloffon entrevista
con José Antonio Rodríguez

Asbesto: un
asesino en casa

Fabrizio Lorusso

Uno más de
esos demonios

Edgar Aguilar

¡Gutiérrez Vega, a escena!
Francisco Hernández

Manuel Ahumada,
testimonio y transgresión

Hugo José Suárez

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Jaime Muñoz Vargas
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Verónica Murguía

Del cuerpo

Mi adolescencia fue incómoda, como la de la mayoría de los humanos. Fui torpe, distraída, fachosa y lela. Además, usuaria inconforme de un aparato ortopédico que me inmovilizaba de la pelvis al cuello. El aparato, claro, pulverizó los cinco gramos de autoestima que me quedaban al terminar la primaria. Tuve justificante para no asistir a Educación Física desde los últimos años de primaria hasta que terminé la prepa. Una maravilla, creí entonces. Un horror, quizás, pero que fue uno de los factores que me convirtieron en la lectora voraz que soy ahora.

Mis padres me miraban con abundante conmiseración, misma que no les impedía darme sopapos y lo que se ofreciera, pues creían firmemente que la letra con sangre entra. Y con la letra, los modales, la templanza, la responsabilidad y un montón de virtudes. El método del sopapo y el jalón de pelos no es el mejor. Mientras algunas virtudes se quedan, otras permanecen en el ámbito de lo teórico para siempre, por más pellizcos que reciba el aspirante a adulto. Eso pasó con el orden, la serenidad y la posibilidad de hacer ecuaciones de segundo grado.

Algo que mis padres repetían con la mejor voluntad era que cuando me librara del dichoso corsé, iba a poder hacer (físicamente, se entiende) lo que yo quisiera. Lo que yo quisiera. Bastaría con un compromiso serio, disciplina y resistencia. Me lo creí y ha sido fantástico.

Al graduarme del aparato, tuvo lugar una especie de apertura, de ampliación de los horizontes de la vida. La práctica del ejercicio ha sido fundamental, es cotidiana, me hace feliz, y eso que ya comenzaron las despedidas.

Después de rehabilitaciones varias con cuya descripción no aburriré al lector, corrí en los Viveros, tomé clases de yoga, de mambo, de aerobics, de danza contemporánea y, lamentablemente (no exagero, era una papa hervida), de ballet. Aprendí a nadar porque al leer Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, encontré dos páginas, tan perfectas como el resto de este libro diamantino, en las que Adriano se despide de la equitación y la natación. Me dieron en el alma. El caballo, como no fuera en La Marquesa, estaba fuera de mi alcance. Pero la alberca sería la del Aquarama de Parque México. Cerré el libro, me fui a Sears, me compré un traje de baño y me lancé a la alberca sin tener la menor idea de lo que estaba haciendo. Fui recompensada con una inhalación de agua que me hizo llorar lágrimas desinfectantes. Después de año y medio logré tener un crawl mediocre, pelos verdes y ojos de rábano. Fuera de broma: pocas cosas son tan deliciosas como nadar de dorso en una alberca sin gente. Se mira el techo, se escucha la propia respiración como si fuera un oleaje, la nariz se satura de olor a cloro y el cuerpo, suspendido en el agua, se vuelve una nave que lleva la mente hacia adentro.

Quise aprender a surfear. Eso, debí prever, no era posible. Es dificilísimo. Mi amiga P, otra ingenua, y yo, apenas nos sentamos en la tabla cuando nos cayó en la cabeza la ola que debíamos remontar, nos revolcó y la tabla, atada al tobillo, nos dio de topes. Salimos con el calzón del bikini en los tobillos. Y con el trasero colorado como el de los mandriles, porque, bueno, la arena raspa. Nomás le digo al lector que con arena se pulían las armaduras en la Edad Media. Imagínese como puede dejar un rabo humano.

En Canadá tomé clases de esgrima con un señor olvidadizo que me confundió con otra y me puso en un grupo adelantado. Me batí, ese es el verbo, con una chelista japonesa que me dejó con moretones redondos por todas partes. Tomé clases de Tai Chi, pero no salió porque no asuntaba: no podía “acariciar la crin del caballo”, ni “abrir las alas de la garza”. Si mal no recuerdo, lo que me gustaba era “buscar la aguja en el fondo del mar”. Todo era poético, misterioso y oriental. Yo soy prosaica, simplona y chilanga, así que fracasé. He buceado en el mar, he estudiado belly dance. Bien o mal, no importaba: lo mío es el descubrimiento.

El otro día, en los Viveros, vi correr a una mujer que practica los cien metros planos. Me dio una envidia compuesta, porque correr a todo trapo, ya no. Tengo las rodillas como mal atornilladas. Ya no, a menos que me corretee un malandro. Fue mi primera despedida.

Sé que el cuerpo, “ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que terminará por devorar a su amo” (Yourcenar). Pero no puedo aceptarlo. Que no.