Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 23 de agosto de 2015 Num: 1068

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El regreso a España
de Max Aub

Yolanda Rinaldi

Hiroshima
Sylvia Tirado Bazán

Fidelidad al plural
Valerio Magrelli

Quimera o vida:
Nerval y Dumas

Vilma Fuentes

Flannery O’Connor: la
parábola y la escritura

Edgar Aguilar

El nacimiento del
melodrama y la
muerte de la tragedia

Gustavo Ogarrio

El viandante
y los escritores

Jorge Bustamante García

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

El viandante
y los escritores

Jorge Bustamante García

De joven, cada vez que podía, asistía a charlas de escritores: Carlos Fuentes disertando sobre su novela Cristóbal Nonato, cuando la estaba gestando; Salvador Elizondo, con su peculiar voz gangosa, se explayaba en los escritores franceses; Rubén Bonifaz Nuño hablaba con discreción de sus traducciones de Catulo, Virgilio y Propercio; Salazar Mallén, marginal y contradictorio, presentaba por allá en 1983 Las putas también van al cielo, del colombiano Jaime Álvarez Gutiérrez, en un café librería ubicado al frente de Excélsior en Reforma; Juan de la Cabada charlaba con Fedro Guillén a la salida de un concierto, paso a un lado y se me pega un trozo de la conversación; sería 1984.

A Pita Amor y Juan José Arreola se los topaba uno con frecuencia en los años ochenta caminando por la Zona Rosa de Ciudad de México. Siempre los veía de lejos, nunca me atreví a acercarme. Merodeaban ellos y yo por los alrededores de la librería Robredo, que ya no existe, sobre Reforma. Un día me encontraba en la mesa de novedades, entró de repente una mujer ya vieja vestida como una colegiala coqueta, con dos trencitas que caían por detrás de las orejas y unas gafas de grueso marco blanco. Se dirigió directamente a mí con unas hojas en las manos y casi a gritos me ordenó ante la mirada sorprendida de la dependiente:

–A ver, joven, léame aquí –estiró con insolencia una hoja.

La tomé y empecé a leer. Parecía un poema. Iba todo bien hasta que de pronto leí “desbastado” en lugar de “devastado”, fue mi error visual, dije una palabra por otra, pero la mujer saltó, me arrancó el papel de las manos y gritó a todo pulmón mientras se disponía a salir del local: “Estos jóvenes de ahora no saben ni leer, cómo puede leer desbastado en vez de devastado, qué horror, es como confundir pulir, con arruinar.” Me sentí impotente, encogido, ahora sí devastado. Los demás clientes me miraban con cierto desconcierto, la dependiente cercana a la caja apenas movió la cabeza y como compadeciéndome manifestó: “No se preocupe, es Pita Amor, siempre hace lo mismo.” Después, cada que me la encontraba en la Zona Rosa le rehuía, me apartaba con un leve escalofrío, me parapetaba en algún lugar seguro, la veía a distancia acercarse a un desprevenido transeúnte; le estiraba una hoja, le hacía leer y luego ofrecía vendérselo por un módico precio. El pobre viandante tal vez no alcanzaba a apreciar lo que estaba ahí escrito, aturdido sacaba un billete y se quedaba con el papel mientras la avasalladora vendedora de poemas se marchaba en pos de otro cliente potencial.

Muy cerca de la librería Robredo también me topaba con Juan José Arreola, enfundado en una capa negra en pleno mediodía, a veces con sombrero hongo negro, siempre muy elegante de corbata o corbatín, con una melena esponjada que hacía pensar en algunos retratos de Beethoven. Siempre estaba acompañado, todavía eran los años en que un escritor conocido caminaba por las calles, la gente se le acercaba o lo miraba pasar, algunos se aproximaban para hablar con él. Hoy ya no sucede nada parecido. La gente anda ocupada en Facebook, se reconoce en las redes, no le importa quién ande por las calles. Al pasar a su lado me gustaba escuchar la peculiar voz de Arreola, su manera de decir emanaba invariablemente un cierto misterio, hablase de lo que hablase. Yo había escuchado del escritor desde el bachillerato en Zipaquirá. Nuestro maestro de literatura tenía un especial afecto por su obra, nos leía sus relatos, tal vez “El guardagujas”, “El faro”, nos adentraba en la obra de ese remoto mexicano, y por eso cuando lo veía ahí en alguna esquina de Reforma se me alborotaba la memoria, me llegaba la imagen de esa clase, los condiscípulos, el profesor, me sentía todo un privilegiado al percibir cerca la vibra, la presencia del escritor.

En una ocasión, al pasar por el Museo Nacional de Arte, en la calle de Tacuba, un póster en la entrada invitaba a una charla de Arreola sobre el cuentista Felisberto Hernández. Esa tarde debía viajar a Jalisco por asuntos de trabajo, pero al ver anunciado ese festín decidí quedarme aunque me echaran del empleo. Esperé unas cinco horas dando vueltas por el centro histórico. Hay veces que valen la pena esas decisiones: eventualidades así pueden modificar la vida. Regresé a las siete de la tarde; el salón en el segundo piso del palacio ya estaba repleto, me colé como pude y alcancé una silla que milagrosamente no estaba ocupada. Algo parecido me había sucedido a finales de 1978, en una charla de Borges en la Biblioteca Nacional de Bogotá. De pronto apareció Arreola. Alguien lo acompañaba en la mesa. Desde el primer momento le imprimió una gran tensión al tema que empezó a desgranar con soberbia habilidad. No llevaba un solo apunte, ni un papel; recurría a su memoria, a su imaginación, al conocimiento maleable y plástico de la obra y vida del escritor uruguayo.

Mencionaba un relato, lo tocaba, lo abría y se iba por él como por un río; así habló con pasión, casi con furor, de “El caballo perdido”, de “Nadie encendía las lámparas”, de “El balcón”, de “La casa inundada”. Parecía un mago, brincaba entre las palabras, las difuminaba, se desaparecían y al instante regresaban para instalarse saltarinas en las cabezas cautivas de los oyentes. Hechicero del verbo, parecía hablar además con las manos, los dedos iban y venían conformando figuras en el aire que después de cada movimiento aparentaban quedarse estáticas por un instante en el entorno. Fueron casi dos horas de un ceremonial pagano y frenético, donde el ilusionista se adentraba en el bosque felisbertiano para regresar transformado y caudaloso a lidiar con las miserias de la realidad. Al salir adquirí los relatos, me fui a Jalisco leyéndolos; hoy los sigo leyendo. Eso fue lo que me quedó de esa tarde memorable. Mi hogar está ahora hecho de esas palabras, mi país también, y mis días que, como los de todos, se han ido rompiendo sin remedio.