Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 12 de julio de 2015 Num: 1062

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Ángel Rosenblat
y la filología

Leandro Arellano

Amores fragmentados
Febronio Zatarain

Magia
Diego Armando Arellano

Afrodiáspora:
del fuego y del agua

Esther Andradi entrevista con Susana Baca

El prodigioso Jean Ray
Ricardo Guzmán Wolffer

El asombro ante
el mundo y el Tao

Manuel Martínez Morales

Graham Greene: dos encuentros con la Iglesia
Graham Greene y Rubén Moheno

Rolling Stones:
¿la última gira?

Saúl Toledo Ramos

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Alonso Arreola
Twitter: @LabAlonso

José Alfredo Jiménez, rondando los 90

Hace unos días tuvimos un encuentro raro. Ya lo atesoramos. Fue una comida en un lugar que nos gusta, con gente que nos gusta. Allí nos presentaron al hijo de José Alfredo Jiménez, quien lleva su mismo nombre (es hijo de Rey y Paloma) y quien tiene la memoria cargada con anécdotas y recuerdos valiosos para nuestra historia sonora. Escuchando sus palabras nos vino un pensamiento: le debemos eco al nacido en Dolores. Hoy, en este domingo de julio, comenzamos a pagar la deuda, lectora, lector. ¿Por qué? Porque José Alfredo Jiménez –muerto a los cuarenta y siete en 1973– cumplirá noventa años de nacido en enero de 2016. Ello nos hace visitar su legado desde ahora (de fondo suena “El camino de la noche”). Hablamos de una obra que sigue reflejando mucho de nuestro temperamento, del conflicto entre el campo y el asfalto, entre el machismo y el amor, entre la risa y el dolor, más allá de las mujeres y el tequila. Hablamos de un discurso que no tiene visos de debilidad y que, sobre todo, presenta valores innegables.

Aquel mismo día, luego de la comida y llegando a casa, esperábamos encontrar el ejemplar de la revista Zumba dedicado a “El sonido de las ciudades (Buenos Aires, Jerez, Ciudad de México)”. Allí se reproduce el prólogo que Carlos Monsiváis escribiera en 2002 para el Cancionero completo, de José Alfredo (editorial Turner), titulado “Les diré que llegué de un mundo raro”. Sabíamos que lo guardábamos, precisamente, por su calidad y poder reflexivo. Releyéndolo nos volvió la empatía, las ganas de sumergirnos en los versos de quien escribiera tantas canciones inoculadas en forma misteriosa en nuestro adn. Misteriosa, sí, pues nos cuesta recordar el momento en que nos aprendimos melodías y frases que atravesando el oído encuentras su huella primera. Porque no crecimos con esa banda sonora… o eso creemos. Una cosa es la vida en la casa y otra la vida en la calle.

Días después hicimos una lista de canciones favoritas con tres amigos, a botepronto. Volvieron a brillar los clásicos de siempre, más otros que escuchamos por primera vez, pero sin la urgencia de la fiesta preconcebida. Pasada la número veinte, José Alfredo volaba distinto en el aire. Sus agraciadas redundancias: “Tantas cosas quedaron prendidas hasta dentro del fondo de mi alma.” El humor extravagante: “Que se me acabe la vida y que tú la sigas viviendo, a ver si al cabo del tiempo tus labios se siguen riendo.” Lo onírico: “Y si quieren saber de mi pasado, es preciso decir otra mentira: les diré que llegué de un mundo raro, que no sé del dolor, que triunfé en el amor y que nunca he llorado.” Su léxico: “Llevo mi senda sembrada de abrojos, de aquel recuerdo que no morirá. Llevo en mi pecho sangrando una herida, tu cruel falsía que me matará.”

Ya lo decía Monsiváis –el de los Montes y Valles– en el texto mentado: “[José Alfredo Jiménez] es popular sin proponérselo y es refinado por naturaleza.” A ello suma otra idea clave para entender la trascendencia temporal y geográfica: “Si su caudal mitológico es rural, su énfasis es plenamente urbano.” Podemos agregar, además, la intuición honesta de quienes comprenden la juglaría frente al pueblo, un impulso narrador desbocado, sí, mas hijo del oficio sencillo, natural, fuera de partituras y estudios formales. Lo subrayamos pues se dice que José Alfredo tenía claro esto: lo primero era el baile de la melodía con la letra (habrá que indagar qué le venía antes al magín). Una vez con ese hilo enredado en su aguja podía acercarse a profesionales notables como don Rubén Fuentes para silbar y tararear deseos que, con su ayuda, se convertirían en prendas grandilocuentes y ornamentadas.

Dicho esto, disculpará quien nos lee la falta de destreza. Este párrafo es el último trago y nos vamos. El espacio es reducido y el tema largo. Aparte de las muchas películas, libros, discos y del museo que lo honra en su tierra, quedan estas líneas como una nueva invitación para compartir a José Alfredo fuera de las cantinas y los clichés de la euforia. Hacerlo tenderá lazos con otras cosas que nos importan y podremos desacelerar el paso y sonreír a mediodía con sus palabras, aunque lo suyo sea el camino de la noche. Por lo pronto nosotros esperaremos un nuevo encuentro con su hijo –dotado compositor y testigo–, lo que podría ocurrir en la barra de su padre, allí donde Pedro Infante, Jorge Negrete y Chavela Vargas pidieron más de cinco tequilas. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.