Territorios para qué

Los territorios humanos se han evaporado y buena parte del lugar de las personas es virtual, etéreo, y el espacio propio, donde los pies y las manos hacen tierra, se encuentra pavorosamente restringido. En eso consiste, de manera progresiva, la civilización occidental del capitalismo tardío. Proliferar e hipertrofiar las ciudades, arrebatar o despoblar el campo, esclavizar a sus pobladores, arrasar la tierra extrayéndole sus jugos, sus materias primas; todas tienen ya un valor en el mercado, y eso es lo que importa para el modelo civilizatorio que rige el mundo. Se da por demasiado obvio que, fuera de los paisajes que consume el turismo, el campo como tal está desapareciendo. Su destino será servir como extensión de la industria de extracción, morir por agua para producir energía o ser acaparada como mercancía, la producción masiva de alimentos uniformados genéticamente bajo el presupuesto (falso) del abaratamiento y la productividad incrementada.

Hasta hace no mucho, no obstante, existía una suerte de equilibrio en la inevitable dicotomía campo-ciudad. A fin de cuentas las ciudades, tan útiles y llenas de oportunidades, se ha alimentado siempre del campo. Del trabajo de los campesinos. Este equilibrio está llegando a un punto crítico. El embate de los capitales, a veces todavía en forma de Estado, no tiene límites, ni se los plantea.

La defensa y recuperación de territorios por parte de los pueblos originarios es una de las acciones más trascendentales en el México actual, y lleva a la autonomía como forma de libertad en una Nación injusta que no va en una dirección de dejarlo de ser, al contrario. No es mero anacronismo irracional, como pretenden las interpretaciones intelectuales dominantes, de mexicanos-que-se-quieren-quedar-atrás. México, el país indígena, no es, ni tiene por qué ser unidireccional. Negada sistemáticamente, como expuso lúcidamente Guillermo Bonfil, existe una civilización aquí y ahora, nunca se ha ido.

En lustros recientes el poder político ha cedido terminológicamente en cosas (de moda internacional) como pluriculturalidad, derechos indígenas, educación bilingüe, que se traducen en hipócrita palabrería.

Todo cuanto ofrece y promete el sistema a los indígenas en México siguen siendo cuentas de vidrio, humo, nada.

El sistema no esperaba tal complejidad política y social en las resistencias territoriales cuando echó a andar las “reformas” que allanaron paso al neoliberalismo, que ya se adueñó de la civilización occidental, hoy prácticamente global.

Pero no universal. Como lo está demostrando la experiencia indígena latinoamericana, en la que participan los pueblos de México, la alternativa civilizacional de Abya Yala no es sólo “conservar” alguna clase de pasado; es defender, sanar, salvar la Tierra de todos (también la que ocupa y habita la otra civilización, la globalizada). Sólo si sobreviven los pueblos originarios y sus tierras no desaparecen, la humanidad en su conjunto tendrá futuro. Si desaparecen ellos, adiós a todo, aunque los diabólicos monsantos insistan en lo contrario. Al capitalismo nunca le ha importado el largo plazo. La tierra es mía y hago con ella lo que yo quiera, piensa. Hoy esta idea es suicida y nada más.

La concepción indígena mesoamericana es opuesta. La tierra no es mía sino de los que vienen luego, nosotros la estamos cuidando. Tal es el sentido de sus territorios y de su trabajo guardián.