Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 28 de junio de 2015 Num: 1060

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Décimas de la arenita
Ricardo Yáñez

En tren por el norte
de Tailandia

Xabier F. Coronado

Billie Holiday,
la cumbre y el abismo

Augusto Isla

Cómo resistir a las
fuerzas del olvido

John Berger

Leonardo Padura
y la generación
de Mario Conde

Gerardo Arreola

Leer

Columnas:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
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La Jornada Semanal

 


Tren cruza el mercado de Mae Klong, Thailand

Un modo de viaje que por desgracia en nuestro país ha dejado de existir
Tránsito por un país de apacible riqueza y apto para la contemplación

Xabier F. Coronado

Siempre temía que el tren se fuera sin nosotros y nos perdiéramos los misterios del viaje.
Fernando Fernán Gómez, El tiempo de los trenes
.

El estado tailandés es una monarquía, régimen tradicional en la historia de un país que hasta hace pocos años (1949) se llamaba reino de Siam. La mayoría de la población pertenece a la etnia Thai (“pueblo libre”), que se segregó de China hace dos milenios, por lo que Tailandia se puede traducir como “tierra de los libres”.

La riqueza de Tailandia se sustenta sobre tres pilares: la agricultura, es uno de los grandes cosechadores de arroz del planeta; la industria, está entre los mayores productores de wolframio y estaño; y el turismo, décimo país del mundo que recibe más visitantes, tantos como toda Sudamérica. El PIB coloca la economía tailandesa en el lugar 24 a nivel mundial. Tan sólo el 12. 6 % de la población está bajo el nivel de pobreza, frente al 52. 3 % en México (BM, 2012).

En el ámbito social y cultural podemos distinguir dos territorios, norte y sur. Bangkok sería la línea divisoria. Al sur está la Tailandia más turística, una franja de tierra continental de pocos kilómetros de ancho que se abre al mar de Andamán en la parte occidental y al mar de la China en el oriente; al sur tiene frontera con Malasia. La costa está cuajada de playas de arena blanca e islas de naturaleza espectacular, bañadas por un agua color turquesa. Este atractivo seduce a la mayoría de los 27 millones de extranjeros que visitan el país cada año. Un turismo de playa, fiestas y alcohol del que es difícil sustraerse. El sur está habitado por etnias de origen malasio e indonesio, de tradición pesquera. En los lugares de explotación turística, las empresas del sector están en manos de extranjeros y la población autóctona trabaja en ellas.

El norte de Tailandia es más grande, montañoso y agrícola. Un extenso territorio donde se asentaron culturas antiguas para formar reinos agrupados en torno a ciudades fortificadas. Una región sin costas, pues la salida al mar por el oeste pertenece a la antigua Birmania (Myanmar), con quien también limita al norte; al este el río Mekong marca la frontera con Laos. El norte es la parte menos turística y la más barata, con una realidad social, histórica y cultural diferente a la del sur del país. Diversos pueblos tribales, como los Akha, Karen, Hmong y Lisu, entre otros, viven en pequeñas aldeas en los bosques de las montañas septentrionales de la península indochina.

De Bangkok a Ayutthaya

Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente algún rumbo.
Juan José Arreola, Confabulario

Decidí recorrer en tren el norte de Tailandia y hacer el viaje por etapas. Existe una línea de ferrocarril que une Bangkok con los territorios del norte. En la primera ciudad, Ayutthaya, se divide en dos ramales: uno que continúa hasta Chiang Mai y otro que se dirige al este hasta Vientián, la capital de Laos.

Una tarde recogí mis cosas del cuarto que me había albergado en la capital y agarré un bus urbano que atravesó el barrio chino hasta la terminal de ferrocarril de Hua Lamphong. Una estación limpia y ordenada, de donde salen más de ciento cincuenta trenes diariamente. El edificio, de estilo neoclásico, construido en 1916, es funcional y de belleza serena. Fue diseñado por dos arquitectos italianos (Mario Tamagno y Aníbal Rigotti) que construyeron varios inmuebles suntuosos en Bangkok a principios del pasado siglo.


Monjes en el templo de Wat Phra Si Sanphet

En el andén la máquina del tren silba anunciando la salida, unos monjes se ajustan el hábito antes de subir al convoy. Dentro de los vagones, pequeños ventiladores mueven el aire caliente. Partimos despacio, atravesando barrios y arrabales. La urbe se queda atrás y comienza la zona agrícola, aparecen los campos de arroz inundados de agua. Cruzamos pueblos que se agrupan a los lados de las vías, es raro ver casas aisladas. El viaje dura casi tres horas que se pasan en un suspiro. Mi primer destino es Ayutthaya, la ciudad más antigua de Tailandia.

Entramos en una estación limpia, llena de bancas, adornada con plantas y flores. Hay que cruzar un canal en lancha para llegar al centro de la ciudad. Alquilo un cuarto amplio, en una casa de madera de teca, al borde del río. Tiene una terraza sobre el agua en donde me siento a leer al atardecer, veo desfilar barcazas concatenadas que transportan mercancías y materiales, remolcadas por pequeños barcos. En la otra orilla hay un templo multicolor, decorado con esmaltes y espejos que reflejan las últimas luces de la tarde. Se escucha el pitido de un tren que pasa entre las casas del otro lado, traqueteando sobre las vías. Lirios acuáticos flotan en la corriente, me siento fuera del tiempo, en otro espacio, espectador privilegiado de un documental que se desarrolla ante mí.

Allí, en este marco, cuando la noche trae consigo un despertar de luces sobre el agua, me informo sobre la interesante historia de la ciudad. Ayutthaya. Capital de un reino que llegó a dominar el antiguo territorio de Siam, fue fundada en 1350 por el príncipe U-Thong, que se convirtió en el rey Ramathibodi I; con él se inició un linaje real que gobernó hasta el siglo XVIII. En el reino de Ayutthaya convergieron diversas culturas asiáticas (Jemer, Thai, China) y fue un estado próspero que comerció con maderas preciosas, marfil, pieles y azúcar. En su época, se convirtió en uno de los territorios más ricos e importantes de Asia, donde floreció un arte arquitectónico y decorativo que se conoce como el estilo devocional U Tong.

En Ayutthaya, que significa “ciudad inexpugnable”, confluyen tres ríos y la parte histórica forma una isla amurallada, rodeada por la corriente del Chao Phraya. Un sistema de canales permite las comunicaciones por la ciudad.  Los primeros europeos que llegaron a Ayutthaya –religiosos españoles y franceses, marinos portugueses–, la llamaron la Venecia de Oriente. Su poderío se acabó en 1767 cuando fue invadida por guerreros birmanos que la devastaron, decapitaron las magníficas estatuas de Buda, que eran el símbolo de la ciudad, y secuestraron a la familia real. Así terminaban cuatro siglos de historia de un reino donde se sucedieron treinta y tres monarcas, se construyeron centenares de templos y se esculpieron miles de imágenes de Buda. Las ruinas arqueológicas nos dan una idea del esplendor de Ayutthaya.

Me quedo dormido en la terraza, embelesado por figuraciones mentales de aquellos tiempos antiguos. Me despiertan los mosquitos que en pequeños enjambres suben desde el agua. En este río era donde estaban atracadas las falúas reales, decoradas con tallas policromadas, que tanto llamaban la atención de quienes llegaban a Ayutthaya atraídos por su riqueza.

Miro las aguas. Entre sombras pasa un remolcador que arrastra con ritmo cansado barcazas rebosantes de carga, el cauce del río se llena de luces tenues, de ondas que van a golpear las dos orillas. Poco a poco se restablece la calma y las siluetas oscuras de los lirios reanudan su lenta procesión flotante.

El día siguiente fue intenso, me levanté a las seis de la mañana y alquilé una bicicleta. En el mercado compré fruta y salí ansioso por recorrer los templos antiguos que forman el Parque Histórico de Ayutthaya, declarado por la Unesco Patrimonio de la Humanidad en 1991. Después de recorrer unos kilómetros encontré el primer conjunto de templos, impresionantes construcciones que poseen una magia indefinible. Son más de diez grupos de templos distribuidos por un área de varios kilómetros. Hay estanques y jardines llenos árboles inmensos donde se ven ardillas rayadas y lagartos que viven en el agua. Aún se conserva un espacio que antiguamente era el mercado de elefantes y ahora unos pocos ejemplares esperan con sus cuidadores a que los alquilen.

Compruebo que Ayutthaya es un lugar tranquilo que abruma por su belleza, por el desamparo de las estatuas decapitadas, por las líneas quebradas de sus perfiles arquitectónicos. Los canales forman un sistema de parques aislados, unidos por puentes, donde se levantan construcciones de un estilo que nunca había contemplado. Pedaleo de un lugar a otro y camino por las ruinas, observo todo, empapándome de lo que veo. Hace calor, al mediodía busco refugio en unos templetes rodeados de flores y agua. En las zonas más visitadas se ven pasar elefantes engalanados que trasportan turistas.

En total, paso más de seis horas descubriendo maravillas. Los diferentes lugares tienen nombres impronunciables, difíciles de recordar pero inolvidables por su belleza: el Wat Ratchaburana, construido al estilo jemer de Angkor; el exclusivo Wat Phra Si Sanphet, que era el templo privado de los monarcas; o el impresionante Wat Mahathat, considerado en su día el centro del universo, un recinto con numerosos chedis, estructuras en forma de campana donde se guardaban las reliquias, y un esbelto prang, el palacio donde residía el jerarca supremo. Allí se encuentra la famosa cabeza de Buda incrustada en el tronco de un árbol. En el reino de Ayutthaya se practicaba el budismo theravada, basado en textos de los discursos de Buda (Canon Pali), que promueve el estudio y la introspección frente a la fe ciega, es la escuela más antigua del budismo tradicional y todavía hoy es la religión de la gran mayoría de los tailandeses.

Cada día aprendo cosas y me doy cuenta de costumbres que son nuevas para mí. Llama la atención que hay que descalzarse para entrar a los lugares cerrados, no sólo en templos o casas particulares, sino también en tiendas y otros edificios públicos. Al principio uno se olvida e incumple una norma importante de conducta, pero poco a poco se agarra la costumbre.

Tren nocturno a Chiang Mai

La ventana separa/ al mundo de los trenes,/ de los grandes vapores,/
de los hombres a pie,/ del mundo quieto/ de un alma sola.

“La ventana”, Manuel Altolaguirre.

Hoy, después de dos días en Ayutthaya, agarré el tren temprano para ir a Lopburi, conocida como “la ciudad de los monos”. En ella destaca el templo Prang Sam Yot, de arquitectura jemer, pero lo más curioso es que los monos son los verdaderos dueños del recinto. Es sorprendente verlos viviendo entre las ruinas arqueológicas o caminando por cualquier lugar de la ciudad entre vehículos y gente.


Buda en Parque Histórico de Ayutthaya, Tailandia

Al atardecer vuelvo a la estación para seguir el viaje hacia el norte. El tren llega a su hora, deja y recoge su carga de pasajeros y vuelve a salir sin demora. Avanzamos rápido, al otro lado de las ventanas está oscuro, la noche se refleja en el agua que inunda los arrozales. Voy en el vagón de tercera clase, soy el único extranjero que viaja en él, los asientos son de madera. La gente es amable, sonríen y me invitan caramelos y cacahuates, algunos me preguntan de dónde soy, intentamos echar plática chapurreando inglés y gesticulando. El vagón va lleno, hace calor, todas las ventanas están abiertas y entran insectos: mosquitos, mariposas nocturnas y hasta chapulines que se acomodan y saltan entre los equipajes. Por el pasillo pasan vendedores de comida, agua, refrescos y frutas, un ambiente que me llevó a recordar los tiempos cuando en México se podía viajar en trenes parecidos, en un escenario similar al que ahora disfruto. Qué pena haberlo perdido; entonces me acuerdo de Zedillo y la Union Pacific Corporation.

Cada cierto tiempo paramos en estaciones solitarias. Tengo hambre, compro un plato de arroz con pescado frito, una botella de agua y un helado casero de leche de soja muy sabroso. Todo por 30 bahts, un dólar al cambio. Son muchas horas de viaje pero no me da tiempo de aburrirme, con sólo observar lo que pasa alrededor voy entretenido. Otra de las cosas que me llaman la atención es que para dar las gracias, saludarse y despedirse juntan las manos delante de la cara y luego inclinan la cabeza y los hombros. Es un gesto muy tierno, de humildad y agradecimiento sincero. Al hacerlo te contestan de la misma forma y sientes que se establece un punto de encuentro, de entendimiento.

Es casi medianoche, nos detenernos en Phitsanulok, una estación grande donde hay más movimiento. Se bajan los últimos vendedores y los pasajeros intentamos dormir sobre los duros asientos. El tren no descansa y consume en instantes las horas de la noche, me mantengo en un duermevela confuso, recurrente como el sonido de la marcha. De madrugada llueve y refresca el ambiente, sólo el aire cruza los pasillos. A las 5 de la mañana entramos en Chiang Mai, donde termina la ruta norte del ferrocarril, a 700 km. de Bangkok.

Chiang Mai es la ciudad más importante del norte de Tailandia y requiere un capítulo aparte. Cuando nos detenemos aún no amanece y recuerdo unos versos de Emilio Prados: “Pasa el tren de la Noche/ sobre sus paralelas/ dejando atrás cosida la puntada/ y tejiendo delante tela nueva.”

Templo en Wat Chaiwatthanaram, Ayutthaya, Tailandia