Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 14 de junio de 2015 Num: 1058

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La caravana
Eduardo Thomas

La organización de
artistas e intelectuales:
¿tiempos coincidentes?

Sergio Gómez Montero

Ficción y realidad
de los personajes

Vilma Fuentes

Voltaire y el humor
de Zadig

Ricardo Guzmán Wolffer

Ramón López Velarde:
papeles inéditos

Marco Antonio Campos

Inauguración del
Museo del Estado

J.G. Zuno

La Música de la escritura
Ricardo Venegas

Columnas:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Eduardo Thomas

Basilio era de pocas palabras; en sus primeros años, Ludivina, su madre, pensó que no hablaría, que no podría caminar, y ya ven. Así que no dijo nada cuando ella se empeñó en acicalarlo luego de la comida, el sol bajando ya. Le ajustó con firmeza los botines y enrolló los bajos del pantalón a la usanza de la época. La camisa de popelina almidonada, un poco floja. Remató el arreglo con un copete de cacatúa bien envaselinado.

Ludivina, seria pero de fácil sonrisa, no sabía contener el gozo con que acompañaba cualquier novedad en su hijo. En los años de crianza no pudo ver por él como hubiera querido. Era muy joven, niña quizá. Entonces poco se ocupaba la gente de tales asuntos. Más pendientes estaban de las habilidades para el trabajo, y ella ya echaba tortillas, desgranaba elotes, llevaba el pozol al campo y se defendía de los malhoras sin mucho aspaviento.

La semana anterior había visto a Basilio más pegado al radio –que con estruendo, igual que el carro de sonido en las calles, promovía la Caravana del Rockanrol. Le brillaban los ojillos y con sacudidas de cabeza acompañaba las canciones con que se anunciaba a los mejores grupos en su natal Nacajuca. No necesitaba hablar, la madre comprendía su entusiasmo. Canturreaban. Cuando Ludi preguntó si quería ir a la famosa Caravana, asintió de corazón y hasta de palabra.

Ludivina, mujer práctica, jamás ofreció a su hijo algo irrealizable, era empeñosa en lo que se proponía, pero su embarazo la tomó desprevenida. No se enteró de su preñez hasta que sufrió las primeras consecuencias. La luna la traía sin cuidado. Otras mujeres con ella se transforman, algo inquietante les infunde. Para Ludi eran las noches de oscuridad completa las que sembraban alboroto en su corazón: le faltaba el aire, se estremecía, adivinaba sombras que rodaban en el petate, cerca de ella, o escuchaba diferente el crujir de la hamaca en el cuarto vecino. Más de una vez la despertó el aliento que en su cuello avivaba un fuego de ensueño y la hacía temblar. Se entregaba al placer de esas noches y por la mañana anhelaba las de luna para descansar. No quiso preguntarse qué era aquello. Se dijo: será cosa mía. Una noche especialmente oscura, inquieta salió al patio. Cuando acordó, se liaba en frenético abrazo con la sombra que todo envolvía. Al final, jadeando de placer, repitió: será cosa mía. Noches de luna espléndida sucedieron a las oscuras. ¿Quién hinchó el vientre de Ludivina? Con tal oscuridad, ¿quién va a saber?, responde ella, sólo repite: será cosa mía. No hubo repudio, pero a Ludi le dio por huir. Lo demás vino después.

los preparativos empezaron como siempre. Ella le explica a Basilio y pasa a lo otro: Ya tienes doce, casi trece años, caminas y hasta hablas; claro, cuando quieres, pero hablas. Si te animas, ganas unos centavos y podrás estar en la Caravana.

Se acuerda cuando llegó a la ciudad buscando trabajo. Doña Lencha le alquiló la casita de guano junto al río –empezaría a pagar cuando pudiera– y le ayudó a colocarse lavando ajeno. Ludivina fue parchando con carrizo los agujeros de la casa y se hizo de lo indispensable. De tarde, agotada por la batea, se sentaba a mirar las luces de la ciudad. Le gustaba su determinación. Para parir, ayudada por doña Lencha, todo salió bien. En adelante, se propuso darle duro a la lavada y la planchada. En canastos de mimbre entregaba la ropa olorosa a pachuli. También recuerda, con cierto pesar, la crianza de su hijo. Siempre el montón de ropa por lavar y Basilio llorando a todo pulmón. En cuanto lo amamantaba, volvía a la batea. Consiguió un guacal que, forrado de cartón, colgó del travesaño e hizo las veces de cuna. Basilio lloraba cada vez menos y ella, con ahínco, se dedicaba a lavar. El niño, tranquilo, crecía poco, y el guacal no le dejaba estirar las piernas. Cuando fui a ver, decía Ludivina, había pasado un año y ni gateaba. Doña Lencha opinaba que si mi leche no era buena, que si nunca le daba el sol al chamaco, que si ya podría tomar pozol. Sus piernitas, siempre dobladas, de carrizo tierno, no podían sostenerlo por más que por la tarde perseguíamos los últimos rayos del cansado sol. Se calentaban sus piernitas y ya con el pozol de doble cacao empezó a agarrar fuerza. Al principio lo sostenía. Viéndolo más firme, lo iba soltando; él se derrumbaba y yo a pararlo, él para abajo y yo a enderezarlo. A ver quién puede más. Y ni él ni yo. Por más que le hice, se quedó un poco encogido. No se pudo parar derecho, pero aprendió a caminar agarrado de una destartalada silla. ¡A saber cómo encontró la maña!

Adelantaba su pierna izquierda con las rodillas siempre dobladas, y cuando parecía que el peso le ganaría, basculaba y adelantaba la derecha; las dos juntas soportaban su escaso peso. Se erguía y comenzaba de nuevo. Así lo vio siempre Ludi, oscilando, los brazos un tanto desplegados para guardar el equilibrio. Entonces, la felicidad de Ludivina sólo fue comparable a la que sentiría cuando de modo sorpresivo Basilio dijo con meridiana claridad: Quiero más pozol.

Ludivina le explicaba y tomaba su parecer. Basilio sabía que hecho el planteamiento había de asentir. Siempre fue así. Basilio, poco amigo de palabras, no replicaba. Cuando su madre terminó los preparativos para la Caravana, siguió sin chistar las instrucciones.

Basilio, pese al bamboleo, en media hora alcanzó la calle que conducía al Cine Tropical, lugar del rocanroleo. De todos lados fluía gente hacia el lugar con gran algarabía. Basilio, conforme se acercaba al cine apretaba el paso, resorteando. En la mano derecha y apoyado sobre el hombro llevaba un canasto ligero (idea de Ludi) que le servía de contrapeso. Al doblar la esquina, un tumulto se precipitaba a la entrada. No se arredró, siguió su bamboleo. De pronto, un par de entusiastas se planta frente a él, doblando las rodillas imitan su marcha y chasqueando los dedos exclaman: ¡Twist, twist! Con habilidad, Basilio los elude y grita: ¡Twist tu chingada madre! ¡Cacahuates, cacahuates!