Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 31 de mayo de 2015 Num: 1056

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Del Paso y Toscana:
locura y erudición en
la literatura mexicana

Héctor Iván González

La primavera interna
de Gógol

Edgar Aguilar

La calle del error
Juan Manuel Roca

Crónica y frenesí
de Pedro Lemebel

Gustavo Ogarrio

¿Quién llorará a
Pedro Lemebel?

Mario Bacilio Tijuana

Leer

Columnas:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Luis Tovar
Twitter: @luistovars

El lenguaje y el silencio

Necesariamente mítico, Jean-Luc Godard lleva haciendo cine nada menos que la mitad del tiempo que el cine tiene de existir: desde 1954, cuando se registró su primer cortometraje, hasta 2014, año de producción de su más reciente filme, la suma da cincuenta y seis años. Inclusive sin entrar en pormenores acerca de la naturaleza, la calidad y la relevancia de cada filme suyo en particular, así como de tales características aplicadas a su corpus operístico visto en conjunto, aquella condición decana, asaz difícil de emular, debería servir como sofreno a ciertos ímpetus críticos –o más bien criticoides– que, con una facilidad tan pasmosa como ensoberbecida, recalan en esa búsqueda y emisión adjetival, más bien despendolada, que suele ser el signo característico ya sea de una incomprensión profunda que para dejar sus taras a la sombra opta por disfrazarse de dictum o de axioma, ya de una solamente supuesta pero casi siempre acatada obligación de encasillarlo todo bajo un orden jerárquico, tan arbitrario y limitado como jamás podrá dejar de ser la percepción individual y, sin embargo, usualmente promovido a categorización de uso colectivo.

Apenas hace falta aclarar que con lo anterior no está postulándose el absurdo de renunciar al ejercicio analítico porque se trata de un monstruo cinematográfico, vaca sagrada celuloidal ante la que sólo cabría sacarse el sombrero y hacer la reverencia, como si su longevidad creativa –o su longevidad a secas, puesto que Godard es casi un nonagenario– implicara la asunción de la falsa idea que algunos tienen del respeto: para demasiados, “respetable” significa intocable, incuestionable, inatacable… El problema estriba en pasar, sin transición posible, de uno al otro extremo del espectro disponible para un espectador y acometer, entonces, aproximaciones preñadas de un irrespeto manifiesto en el empleo de una tabla rasa inaplicable, al menos y con toda claridad en el caso de este francés cofundador de la nouvelle vague. ¿O de verdad será lo mismo barruntar opiniones en torno, por decir cualquier ejemplo, a la ópera prima de un cortometrajista, que aventurar definiciones acerca de la propuesta más reciente de un cineasta con más de seis décadas de trayectoria insoslayable?

Condición ideal o utopía crasa, pero cabría desear que las derivaciones suscitadas por una obra artística de cualquier índole, cinematográfica en este caso, tuvieran al menos la intención reconocible de ir a la par de aquello a lo cual se refieren; ese mínimo afán de equivalencia dejaría a cualquier glosa bastante mejor parada de lo que suele quedar cuando, se insiste, idénticas herramientas son utilizadas para desmontar distintas maquinarias. Sin embargo, y en demérito no de la obra que se analiza sino del propio análisis –o intento de–, pareciera no haber nada tan tranquilizador como lo predecible y, por lo tanto, tan buscado y peor, tan encontrado incluso cuando nunca estuvo ahí.

Algo así es lo que sucede con la pieza cinematográfica inclasificable Adiós al lenguaje, con la cual Godard obtuvo hace un año el Premio de la Crítica en el Festival de Cannes. Auténticas hordas de reseñistas, comentadores y críticos urbi et orbi se han entregado a la pergeñación de textos en los que, bien al fondo, sólo resuena el eco de un frustrado anhelo, consistente en la chapuza de hacer que este ensayo en torno a la semántica del lenguaje cinematográfico cupiera, calzador mediante, en las categorías escuetas conocidas por ellos: ¿falso documental?, ¿ficción fragmentada?, ¿cine experimental?

Un conocimiento no necesariamente exhaustivo, pero sí amplio, de la filmografía godardiana, debería bastar para haber adquirido una noción al menos: lo suyo siempre ha transitado por los terrenos de Montaigne sin por eso abandonar los de Méliès, muchas veces con una evidente preocupación por pisar con más fuerza en los primeros que en los segundos, a partir de los temas que le han obsesionado siempre –verbigracia, la sociedad occidental en su conjunto, la política, la guerra, la incomunicación humana, entre varios otros–, por lo cual no debería extrañar que, en las postrimerías de su carrera, incremente la osadía de sus apuestas formales para hablar, no por coincidencia sino por obvia y consecuente necesidad suya en tanto ensayista iconográfico, del lenguaje en sí, es decir, de aquello que siempre ha constituido al mismo tiempo su vehículo y su meta.

Esta de Godard es una clara invitación a detenerse, para comprender, un poco en el silencio, misma que al parecer Masdeuno ha declinado a favor de sus costumbres, que inevitablemente lo han dejado fuera.