Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 17 de mayo de 2015 Num: 1054

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Del Libro de las horas
Rainer Maria Rilke

La llamada del abismo
Carlos Martín Briceño

El plan B
Javier Bustillos Zamorano

Edward Bunker
la judicatura

Ricardo Guzmán Wolffer

Borges e Islandia
Ánxela Romero-Astvaldsson

La desaparición
de lo invisible

Fabrizio Andreella

Poetas y escritores en
torno a López Velarde

Marco Antonio Campos

Leer

Columnas:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Escuela de talentos

Edgar aguilar


Emergencias. Cuentos mexicanos de jóvenes talentos,
Alberto Chimal (selección y prólogo),
Lectorum,
México, 2015.

Es complicado hacer un balance verdaderamente objetivo de cómo se encuentra la joven narrativa a la hora de leer un conjunto de cuentos. Aun así, algo se lleva uno de su lectura. Con frecuencia, en esta clase de antologías se cae en expresiones como: “El lector advertirá que nuestra narrativa goza actualmente de buena salud”, “el lector no podrá menos que aceptar que hay de dónde agarrarse en cuanto a la robusta prosa de los jóvenes escritores,” y cosas por el estilo. Mientras que los compiladores dirán casi siempre a modo de excusa (es decir, si los cuentos que seleccionaron son en su mayoría deficientes, ése no será en realidad su problema): “El lector verá que lo que distingue a los autores reunidos es la variedad de estilos, de temas, y hasta de maneras de ver y de interpretar su entorno.” Como si quien realizara la compilación no diera por sentado que en cierta medida es lo que el lector espera. Aunque uno esperaría sobre todo que fueran en general buenos cuentos, independientemente de la tan socorrida “variedad”.

Una cosa es saber escribir y otra muy distinta es saber decir algo por medio de la escritura. Ahora bien, ¿qué es el talento? ¿Cómo se mide? ¿Cuándo un novel escritor puede ser considerado un joven talento? En este medio, el literario, como en muchos otros, el talento se mide de extraña manera. Escribir y lograr publicar un libro de cuentos (Tierra Adentro los publica a montones con beca incluida) no es necesariamente indicativo de talento. O a lo mejor sí. Poseer el talento, es decir, la capacidad para escribir y editar una serie de cuentos tampoco es cualquier cosa, se objetará. Y de momento da la impresión de que lo anterior forma parte de tener cierto grado de talento. Pero veamos: un alumno (deberá pertenecer forzosamente a algún taller literario) más o menos disciplinado es por lo común capaz de escribir un buen libro de cuentos. Maneja bien el lenguaje, construye correctamente sus oraciones, sale bien librado a la hora de representar situaciones o de describir atmósferas. El trabajo constante en el taller impartido por el reconocido escritor “fulano de tal” lo hace potencialmente realizable.

Entonces, desde esta perspectiva, sí hay talento. Pero el acto de escribir no sólo requiere de talento. Requiere de otro nivel de discurso que en cierta forma es inexplicable, que se devela milagrosamente en la escritura, a través del lenguaje. El tipo de historias que se cuentan poco tiene en realidad que ver con ello. Lo importante es cómo se narran, bajo qué óptica del autor. Sin embargo, un significado apenas evidente habrá de subyacer en el fondo de esas historias. Algo que es a la vez implícito, obvio, tangible y a la vez revelador, como una verdad oculta que de pronto asoma a la intemperie. Porque un cuento será precisamente el detonante de aquello que se manifiesta o, si se prefiere, se insinúa más allá de la propia historia. Es justamente aquí cuando se trasciende el carácter de “talento” y deviene el de escritor, el artífice de la palabra que es dado a crear mundos únicos e irrepetibles en un universo ficticio (aunque reconocible) que sólo él conoce y plantea.

Muchos de los autores reunidos en la presente antología parecen por lo mismo sentirse muy cómodos en la Escuela de Talentos. Cada lector tendrá su mejor opinión y sus razones para que un cuento le diga o no le diga gran cosa. Si los cuentos fueron escritos por jóvenes o muy jóvenes autores es lo que menos importa. Algo más alentador que la consabida frase, “muestran su desencanto hacia la vida”, podemos hallar, por fortuna, en algunos de ellos.


La otra lectura del marqués

Mariana Domínguez Batis


¿Por qué el siglo xx tomó a Sade en serio?,
Éric Marty,
Siglo XXI Editores,
México, 2014.

Su siglo fue el XVIII. Fue entonces cuando escribió “transgresores” textos, causantes de tal escándalo que lo llevaron tras las rejas y al manicomio. Su obra provocó la censura de la Iglesia y del mismo Napoleón, quien calificó uno de sus libros cumbre como el “más abominable jamás engendrado por la imaginación más depravada”. Con ardor alentó la Revolución francesa para morir casi en la indigencia en los albores del siglo XIX. Vilipendiado durante dos centurias, fue hasta el XX cuando sus escritos tomaron actualidad y fueron leídos con ahínco, estudiados, analizados y se convirtieron en fuente de inspiración para novelistas, poetas y filósofos.

Más allá de la experiencia transgresora que aún hoy en día puede significar leer al Marqués de Sade, ¿por qué habría que revisitar la obra del Divino Marqués, como lo apodó André Breton? Y más allá de eso... ¿por qué tomarlo en serio? Es la pregunta en torno a la que gira el libro de tintes enteramente filosóficos de Éric Marty.

No obstante, el cuestionamiento no surge del mismo autor, sino de pensadores modernos que abocaron buena parte de su corpus teórico a analizar la obra sadeana a partir de corrientes filosóficas. ¿Por qué el siglo XX tomó a Sade en serio? es un gran diálogo con la obra del Marqués, pero a partir de voces como la de Adorno, Foucault, Lacan, Deleuze o Barthes y otros.

Leer a Sade a través de los filósofos desembaraza su obra del tamiz de “locura insensata” que en algún momento se le atribuyó, y, al contrario, le añade el de “genial lucidez”, incluso premonitoria de la modernidad; la convierte en una crítica del mundo, “hecha en nombre del deseo”, como escribe Marty.

El caos, el instinto de muerte y el goce sin límites que presenta el escritor en libros como Justine (1787) o La filosofía del tocador (1795) permiten a los filósofos, por antonomasia, estudiar a fondo y preguntarse sobre la validez de conceptos como la ley, el Otro, el deseo, lo permitido, el bien y el prójimo.

En el marco de la seriedad con la que el siglo XX recibió y leyó a Sade, destaca el símil que hicieron Adorno, e incluso Pasolini en su película Saló o los 120 días de Sodoma (1975), de la crueldad sádica que brota de las páginas del Marqués, con la crueldad fascista emanada de los campos de concentración nazi. De esta forma, el autor del volumen se refiere al siglo pasado como el siglo sadeano por excelencia, “el siglo de la muerte, del duelo y de la impotencia”.

Fue así que la literatura de Sade apareció como una útil herramienta para la filosofía moderna. La obra sadeana se consolidó como el eslabón perdido entre la sinrazón medieval y la “locura” antihumanista de las guerras mundiales.

Si el siglo XVIII albergó a Sade, el XIX lo mató y el XX lo pensó, quizá toque al xxi utilizarlo para echar luz, desde un punto de vista histórico-filosófico, sobre los crímenes de guerra que hoy en día se viven en Siria, Gaza, África, América Latina y otras partes del mundo que cotidianamente albergan horrores dignos de las más brutales páginas imaginadas por aquel filósofo y escritor francés cuya vigencia no cesa.


La épica de la desmoralización

Luis Guillermo Ibarra


Vivir y morir en USA. Los mejores cuentosde Akashic Noir ,
Johnny Temple (selección y prólogo),
Océano,
México, 2014.

El “destino manifiesto” estadunidense crece de manera paralela con sus cadáveres. Al brío de aquel proyecto histórico lo acompaña el sello de su crueldad. El american way of life se construye sobre estratos de abandono, consumismo, tecnología y basura. Sin el menor pudor y con desenfadada maestría, William Faulkner exhibió, a partir de la primera mitad del siglo XX, los delirios escondidos de la nación, el éxodo de los perdedores y los desheredados. Su obra fue en muchos sentidos una cartografía de sangre de “estructura nebulosa” que una parte de la historia oficial quiso negar. Estaba en lo cierto Alfred Kazin al considerar a Faulkner uno de “los registradores épicos de la desmoralización y el desplome”.

Junto a Faulkner y a otros más, el género policial abrió también puertas hacia pasadizos secretos y sangrientos. Policías, políticos, gobernantes, delincuentes, detectives, asesinos, desarticularon los códigos de la legalidad, armando con los restos de esas piezas, espacios de corrupción, violencia y muerte. A este género popular poco a poco le llegó el reconocimiento crítico. Los libros de Chandler, Hammett, John Daly, no eran sólo asunto de entretenimiento, eran auténticos referentes y representaciones de las transformaciones sociales en el siglo XX.  

El culto al género se ha mantenido. Ahora, en su extensión noir, brotan escritores que señalan el debilitamiento del sistema estadunidense, las diversas problemáticas sociales y culturales de la época. Ese “fracaso” del que nos habló con suma precisión y coraje Morris Berman se ha convertido en el hilo conductor de esta nueva generación. Por suerte, la presencia de un personaje como Johnny Temple ha resultado para muchos de ellos una tabla de salvación y la oportunidad de salir del anonimato. 

La creación de su exitoso proyecto Akashic Noir es acompañado por gestos autobiográficos. Temple rememora que su “interés por la narrativa noir creció gracias a que desde mi primera juventud estuve expuesto al crimen urbano”. En Washington DC, su ciudad natal, lo vio de cerca. Su madre, una defensora de oficio, y su padre, “director legal de la American Civil Liberties Union”, brindarían sin quererlo las primeras herramientas a ese precoz observador la justicia delictiva. Sin embargo es a partir de 1990, viviendo en Brooklyn, cuando su interés por los bajos fondos se expande como un eco imborrable en sus intereses culturales. Su experiencia con adolescentes delincuentes, a raíz de su labor profesional como master en trabajo social, o su recorrido por diversas ciudades de la Unión Americana como bajista de una banda de rock, lo hacen descubrir las geografías profundas de los desposeídos.

Gracias al tiempo libre que dejan los escenarios, junto a Boby y Mark Sullivan, toma vuelo el plan de hacer libros en los que hablan esos nuevos olvidados de las postrimerías del siglo XX e inicios del xxi. A partir de la publicación de The Fuck-up, de Arthur Nersian, en 1996, y sobre todo, tiempo después, con las altas ventas de Heart of the Old Country, de Tim McLoughlin, su proyecto marginal se convertiría en una secuela de éxitos editoriales.

La reciente publicación en español de Vivir y morir en usa. Los mejores cuentos de Akashic Noir es una buena forma de acercarse a esta historia de casi dos décadas. Un elemento que vale la pena señalar de este libro es que la traducción de los textos corrió a cargo de un grupo de narradores mexicanos de las últimas dos generaciones.

En esta selección de relatos de las “colecciones ubicadas en Estados Unidos”, se dan cita autores como Michael Connelly, Don Winslow, Lee Child, Joyce Carol Oates, Pete Hamill, Lawrence Block, Kate Braverman, Georges Pelecanos, entre otros más. Con diversos niveles en cuanto estilo y calidad literaria, o del impacto final en el que se traduce la violencia y la sangre, entre todos ellos abren este mapa literario que va formando una inmensa cruz desde San Diego a Boston de Miami a Seattle.

En los cuentos recogidos en esta valiosa antología surge desde los basureros, los bares, los hospitales, las cárceles, los barrios destruidos, el lenguaje de las intimidades oscuras y vagabundas. Emerge desde ahí un “historial de recuerdos contaminados”, las “parrandas criminales” en las que se disecciona “el arte de matar” como un correlato de la vida cotidiana de los personajes. Excombatientes, asesinos, detectives, empleados de todo tipo, escritores, viven de manera accidental o experta el crimen.

En este libro comprobamos que Johnny Temple es el editor que no cesa de descubrir esa guerra interna e infinita que ronda en las sociedades de los tiempos recientes. Aquel “negro sobre negro” del que nos habló el viejo Homero sigue cabalgando con una mayor fuerza por las crecientes ciudades conflictivas de Estados Unidos. El oscuro festín de esta historia de drogas, armas y corrupción, es el corolario de proyectos políticos y económicos supra-neoliberales e inhumanos. En este contexto, en medio de un mundo globalizado que no cesa de desmembrarse, Temple busca a los Virgilios de regiones particulares, esos sabios intoxicados y repletos de historias sanguinarias; esas historias que crecen en la oralidad de las ocho columnas de los barrios y distritos, las mismas que quedan olvidadas en los expedientes judiciales y que se transforman en literatura.



Alfonso Reyes, “un hijo menor de la palabra”,
Antología, Javier Garciadiego
(selección, prólogo y semblanza),
Fondo de Cultura Económica,
México, 2015.

El buen lector conoce, y de sobra, los lugares comunes que desde hace décadas circulan en torno a la figura enorme de Alfonso Reyes, maestro de maestros y de generaciones literarias, por cierto no sólo mexicanas. Por lo tanto, no se incurrirá en este espacio en la reiteración de dichos tópicos, salvo uno insoslayable y que tiene todo que ver con el propósito y la pertinencia de la presente antología: como buen clásico, al regiomontano le ha tocado vivir –dicho sea con la correspondiente paradoja–, después de su muerte, una fama conforme con su estatura intelectual, pero al mismo tiempo directamente proporcional al desconocimiento generalizado de su abundante obra. El trabajo de Garciadiego en contra de tan enojoso despropósito no sólo es, ya de entrada y antes de revisar el contenido del grueso volumen, digno de encomio –y lo mismo vale decir del FCE–, sino también resulta espléndido: antecedidas por un prólogo en el que habla con elocuencia precisamente acerca de la pertinencia de esta antología –es decir, de una antología más que se suma a las ya existentes–, así como de una semblanza en la que se combinan la claridad expositiva y la capacidad de la visión en conjunto desde la cual entender al personaje y a su contexto histórico y cultural, las secciones en las que Garciadiego ha dividido el material literario antologado abarcan prácticamente todos los géneros y los ámbitos en los cuales Alfonso Reyes desplegó su virtuosismo; dichas secciones llevan los siguientes títulos, por demás elocuentes: Memoria autobiográfica; Poesía; Ficciones; Cultura, educación y humanismo; Letras mexicanas; Nuestra América; España y su literatura; De algunos escritores europeos; Afición por Grecia; Historia y, finalmente, Teoría literaria.

Como acertadamente afirma Garciadiego en su justificación, no resulta sencillo citar de Reyes una obra en particular que haga posible la evocación colectiva y generalizada a un mismo tiempo, pues este “hijo menor de la palabra” –como el propio Reyes prefería considerarse a sí mismo– y como bien lo sabe tanto quien ha tenido el privilegio de leerlo como quien alude a él en calidad de clásico y sin siquiera haberlo frecuentado, fue un auténtico y apasionado conocedor, pensador y divulgador de los más diversos temas y asuntos literarios y culturales y, en consonancia con tal abundancia de intereses, fue también una fuente de multiplicidad escritural que volvió cuesta arriba la tarea de abarcarlo completo.

La justificación y la necesidad son, por lo tanto, más que claras, y la presente antología es bastante más que cumplidora, como habrá de comprobarlo –disfrutando al hacerlo– el lector.