Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 10 de mayo de 2015 Num: 1053

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Kilómetros
Miguel Santos

De la carta enviada por
Funes el Memorioso a
don Lorenzo de Miranda

Juan Manuel Roca

Desierto amor
Diana Bracho

Viaje a Indochina:
un periplo por el
sudeste asiático

Xabier F. Coronado

Vietnam, el nuevo
tigre de Asia

Kyra Núñez

Fuga de cerebros
Fabrizio Lorusso

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
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Galería
Jaime Muñoz Vargas
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Francesco Paroni Sterbini, Life on Mekong River /Flickr/ CC BY-ND 2.0

Xabier F. Coronado

Un acercamiento a los vestigios de su historia milenaria, el exotismo, sus templos, barrios, tianguis y policromos cementerios chinos, entre muchos otros hallazgos.

La tierra se nos muestra por medio de la imagen, puesto que la tierra es muy grande e inabarcable por nosotros, imposible de recorrer ni en su totalidad ni región por región.
Ptolomeo

Viajar al Extremo Oriente es una de las experiencias más sugestivas que se pueden vivir. En mi caso era un viejo proyecto que se hizo posible gracias a que me llegó la llave necesaria para realizarlo: el dinero. Sin embargo, no se piense que es necesario mucho dinero para viajar por estos países. Si no se tienen pretensiones de lujo y uno se conforma con las comodidades básicas, tanto el alojamiento como la comida o los desplazamientos son realmente baratos, bastante más de lo que cuestan donde vivimos. El desembolso fuerte es el boleto de avión.

Lo conveniente es llegar a Bangkok, el aeropuerto de destino más barato porque cuenta con más tráfico. La capital de Tailandia es la puerta de entrada al sudeste asiático, una ciudad atractiva y casi siempre benévola con el despiste y la ignorancia del turista occidental. Una vez allá hay vuelos para desplazarse a otras ciudades de la península indochina, aunque el avión te quita la experiencia del viaje terrestre que, si se dispone de tiempo, es lo más recomendable, pues posibilita el contacto directo con el medio y da la dimensión real del camino recorrido.

Así, pues, Bangkok es el lugar ideal para comenzar un periplo que tiene muchas rutas posibles. En mi caso no tenía nada preconcebido. Antes de viajar trato de documentarme sobre la historia, cultura, política y economía de los lugares que quiero conocer. Evito totalmente las guías turísticas, esas biblias del viajero moderno que, si bien tienen sus ventajas, hacen que todos recorran los mismos lugares como si integrasen una caravana que se mueve de forma individual, que les proporciona la aparente seguridad de un viaje organizado pero dándoles sensación de independencia. Empero, evitar seguir los pasos que marca una guía no libera de encontrarse a menudo con esa masa de turistas que se mueve por el planeta. Además, a pesar mío, soy considerado uno de ellos.

¿Por qué Indochina? Las motivaciones eran varias, entre ellas la atracción por lo lejano, las diferencias socioculturales o el supuesto exotismo. También su fascinante historia, desde la casi desconocida Antigüedad hasta los episodios consabidos de colonialismo occidental y conflictos bélicos que llevaron a su liberación en la segunda mitad del pasado siglo.

Otro de los atractivos es la posibilidad de visitar una serie de países que por tierra (autobús o tren) no están muy distantes unos de otros y que, a pesar de su cercanía, historia común y semejanzas culturales, mantienen rasgos de identidad que los hacen diferentes entre ellos. Mi idea era viajar por los cinco países que forman lo que se conoce por Indochina: Tailandia, Myanmar (Birmania), Laos, Vietnam y Camboya.


Buda mentiroso en el Palacio de Gand en Bangkok

Historia

Indochina es el lugar, más allá del ancho mar,
donde revientan la flor, con genocidio y napalm.
La luna es una explosión que funde todo el clamor.
El derecho de vivir en paz.

Víctor Jara

La historia de estos países se fragua desde una memoria compartida, donde se han ido registrando los episodios que moldearon la personalidad que actualmente tiene cada uno de ellos. Al estar situados en la ruta de paso entre India y China, la influencia de estas dos grandes culturas asiáticas ha marcado su desarrollo desde la Antigüedad. También existen referencias y vestigios del contacto con otras civilizaciones más lejanas: Ptolomeo (siglo II), en sus mapas ubica el puerto de Cattigara en el delta del río Mekong, Vietnam, donde también se encontraron monedas y cerámicas romanas.

En Indochina se formaron reinos prósperos que forjaban hierro y bronce, trabajaban el oro y eran productores de arroz. Uno de los más antiguos fue el de Funán, que ocupaba Camboya y el delta del Mekong, que perduró hasta el siglo VI. A partir de entonces, guerreros jemer establecieron un imperio que abarcó casi todo el sudeste asiático, crearon una cultura única que se desarrolló de los siglos IX al XIV. La muestra nos la dejaron en lo que fue su capital: la grandiosa Angkor. En la costa oriental de la península indochina se formó el reino de Champa (siglo II al XVIII) y después el imperio de Annam, con capital en Hue, que mantuvo su vigencia hasta 1955. En la parte occidental, los pequeños dominios quedaron unificados en el reino de Siam, la actual Tailandia.

Marinos portugueses, comerciantes holandeses, misioneros franceses y españoles, llegaron a Indochina a partir del siglo XVI. Los franceses querían dominar y explotar tierras en Asia –los ingleses no los habían dejado en India– y a finales del siglo XIX constituyeron la Indochina Francesa, formada por los territorios de Annam, Tonkín y Conchinchina, en Vietnam, además de los protectorados de Laos y Camboya. Después de la segunda guerra mundial, el movimiento de liberación vietnamita (Viet Minh) liderado por Ho Chi Minh, derrotó a los franceses y terminó echándolos de Indochina. Después vino la intervención de Estados Unidos y la lucha por la independencia. En 1976, tras la victoria definitiva sobre el imperialismo occidental, llegó la paz y la unificación en una sola república vietnamita.

El viaje

El viaje no termina jamás. Sólo los viajeros terminan. Y también
ellos pueden subsistir en memoria, en recuerdo, en narración...

José Saramago

Llegar a Bangkok por avión es como llegar a la capital de México: la inmensidad urbana no se abarca totalmente desde el aire y se aterriza en la parte oriental de la ciudad. En el centro, en uno de los márgenes del río Chao Phraya, encuentro hotel en una calle tranquila. Enfrente, en un mercado, hay puestos de comida a cualquier hora. Me paso casi una semana recorriendo sin rumbo la ciudad. Descubro la gente, los templos, los barrios y tianguis, los canales de agua, hasta que llego a percibir el ritmo del latido de la metrópolis y me ubico en el nuevo continente.

En la estación de Hua Lamphong, junto al barrio chino, salen los trenes para el norte. La primera etapa es Ayutthaya, antigua capital del reino de Siam; allí tomo contacto con la historia y la cultura, veo los primeros elefantes trasportando gente y me alojo junto al río en una acogedora casa de madera de teca, desde donde puedo contemplar el paso de las barcazas. Sigo viaje. En Lopburi me sorprenden los monos que viven en los templos y más de una semana después llego a Chiang Mai. La ciudad es tranquila, cosmopolita, llena de historia, un lugar para conocer despacio, dándose tiempo, rentar una bici, visitar las montañas. Diez días bajo cielos abiertos, entre templos llenos de colorido, me dejaron un sabor a nada conocido. Sigo ruta; por delante se abre todo un mundo por descubrir, el sueño de un pata de perro.

Calle de Saigón
Niña de la tribu Akha en Laos

Más al norte está el pueblo de Pai entre montañas. Mi habitación se abre al poniente, debajo del cerro donde hay un templo y una estatua monumental de Buda. Camino por sendas entre bosques, descubro cascadas y lugares sublimes. Me toca la fiesta de Loi Kratong: barquitos de tronco de plátano, con flores, incienso y veladoras, que se ofrendan a la fluidez al agua, y globos encendidos que ascienden hacia la luna llena, siembran de luces trémulas la imagen oscura de la noche.

Me cuesta dejar todo eso atrás. Paso dos días en Chiang Rai, otra ciudad histórica, donde descubro un extraño monasterio budista en las rocas. Después vuelvo a la montaña, aún más al norte, hacia el oriente del Triángulo de Oro. Estar en Mae Salong es como visitar China; carteles y rótulos muestran ideogramas. El opio se cambió por plantaciones de té verde, aunque todavía se cultiva para autoconsumo. En la sierra hay aldeas donde viven las tribus Akha, Lahu, Lisu y Karen, camino por allí durante días.

En la frontera con Myanmar encuentro una pareja de italianos que quieren entrar al país y, como yo, no tienen visado. Conseguimos un pase por una semana. Nos dio tiempo para recorrer el nordeste y llegar al límite con China. Es una zona sin turismo donde es difícil comunicarse pues casi nadie habla inglés. Es diferente a Tailandia, casi no hay coches, sólo motos y bicicletas. Salir al atardecer por el lago que está en el centro de la ciudad de Keng Tung es una experiencia inolvidable. Paseamos en penumbra rodeando el agua, la calle se llena de lugares donde preparan comida a las brasas, cenamos y tomamos cerveza sentados en taburetes de mesas enanas, iluminadas con débiles luces de colores.

Descubrir el río Mekong, que delimita las fronteras de Myanmar, Laos y Tailandia, fue decisivo pues se convirtió en el eje del resto del viaje. Desciendo por su cauce en lancha, durante tres días inolvidables, hasta Luang Prabang en Laos. El lugar es tan bello como turístico y en las calles se ven grupos de franceses jubilados que viven en Indochina parte del año. Varios días después me detengo tres noches en Vang Vieng, un lugar paradisíaco lleno de agua, rocas, cuevas y arrozales, donde muchos turistas llegan, literalmente, a reventarse en fiestas extremas que duran día y noche. Continúo hasta Vientián, la capital de Laos, situada a orillas del Mekong. Me quedo unos días, la ciudad es agradable y hago rutas por el río en bicicleta. Sigo hacia el sur, hasta Savannakhet, un puerto fluvial de edificios coloniales abandonados, rodeado de lagunas donde se crían búfalos.

Dejo atrás Laos y paso a Vietnam. Me dirijo a Hué, la antigua capital del reino annamita; se trata de la impresionante ciudadela imperial, restaurada después de los bombardeos estadunidenses. En la costa se suceden los policromados cementerios chinos. Recorro kilómetros en bicicleta atravesando pueblos alineados a lo largo de la carretera, entre dos aguas. Me dirijo al norte del país, y después de una noche en autobús llego a Hanói. Otra gran metrópoli, llena de mercados exóticos y barrios de calles estrechas. El puente de Long Biên une las dos partes de la ciudad separadas por el delta del río Rojo, lleno de islas rurales donde crece todo tipo de cultivos.

Visitar la bahía de Ha Long es llegar a un lugar imaginario. Cientos de islotes y rocas forman un mar laberíntico surcado por veleros chinos y barcas de pescadores. Hay pueblos sobre el agua con sus calles y avenidas, sus tiendas y casas flotantes. Estoy en el norte de Vietnam, cerca de la frontera china. Tras una semana vuelvo a Hanói; dos horas al sur está el pueblo de Tam Coc, donde las mujeres reman en lanchas por canales entre arrozales y rocas cársticas. Se pasa a través de cuevas para llegar a viejas pagodas llenas de belleza y misterio.

Sigo la costa hacia el sur hasta Hoi An, pequeña ciudad de una belleza inquietante, llena de comercios antiguos y turistas orientales. Nha Trang es una amplia bahía con vestigios arqueológicos de la civilización Champa, donde llega el turismo ruso durante el invierno. Después de caminar por las inmensas dunas de Mui Ne, llego a ciudad Ho Chi Minh, la antigua Saigón, situada en uno de los nueve dragones fluviales que forma el Mekong antes de llegar al mar. El delta es un inmenso entramado de ríos y canales donde viven millones de personas, uno de los ecosistemas más ricos del planeta. Me quedo dos semanas; recorro brazos de agua, visito aldeas, pueblos y ciudades. En una de ellas, Sa Dec, vivió la escritora Marguerite Duras y es el lugar donde se desarrolla su novela El amante.

Llevo casi tres meses de viaje y emprendo la etapa final: atravesar Camboya. La capital, Phnom Penh, es un gran paseo en las riberas del Mekong donde salen a caminar todos sus habitantes. La ciudad de Siem Riep es la puerta al complejo arqueológico de Angkor, un lugar que supera toda admiración posible. Es necesario salir de la corriente de los cientos de turistas que lo visitan diariamente y perderse en la selva para descubrir las maravillas arquitectónicas creadas por la cultura jemer, un conjunto de monumentos erigidos para dar culto al amor y la espiritualidad.

Bangkok, comienzo y fin de este periplo, me recibió otra vez con urbanidad y calurosa frescura. Los últimos cinco días me dediqué a profundizar mis recorridos por la superficie intrincada de una ciudad que refleja en sus calles la luz y la cultura de Asia.

Todos los lugares reseñados en este texto merecen capítulo aparte y marcan la ruta de un viaje personal a través de la realidad presente de los pueblos de Indochina, siguiendo los vestigios de su historia milenaria. Al viajar se graban muchas cosas en la memoria y, al analizarlas, nos dan la dimensión de la huella que nos dejaron. En mi caso, me queda la sensación de asombro ante la belleza, de agradecimiento por la digna hospitalidad recibida y, sobre todo, de simpatía, respeto y admiración, porque sentí en la gente que habita estos países, una actitud alegre y equilibrada ante la vida. Volví cargado de historias que rezuman esas sensaciones y que necesito contar con detalle para no olvidar todo lo que viví, conocí y aprendí en ellas.