Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 10 de mayo de 2015 Num: 1053

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Kilómetros
Miguel Santos

De la carta enviada por
Funes el Memorioso a
don Lorenzo de Miranda

Juan Manuel Roca

Desierto amor
Diana Bracho

Viaje a Indochina:
un periplo por el
sudeste asiático

Xabier F. Coronado

Vietnam, el nuevo
tigre de Asia

Kyra Núñez

Fuga de cerebros
Fabrizio Lorusso

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Jaime Muñoz Vargas
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Dibujo de Garibay

Juan Domingo Argüelles


Sendas de Garibay, ensayos y entrevistas,
Ricardo Venegas,
Ediciones Eternos Malabares/ Conaculta,
México, 2015.

Ricardo Garibay fue un escritor de verdadero talento y un enemigo acérrimo de la insinceridad. Por ello tenía la rara virtud de hacer enfadar a medio mundo, ese medio mundo donde no faltan los mediocres y donde no escasean los enfermos de vanidad. Sus poses pugilísticas llevaron a varios a juzgarlo y sobre todo a prejuzgarlo del modo más inconsciente, lamentable e irracional. Y al opinar de él, y al denostarlo, estas almas de Dios ni siquiera se tomaron la molestia de leerlo.

Para Garibay, “ser escritor es ser para los demás, sí, ciertamente, pero desde mí y hacía mí. Existo y mi existencia es lo único que tengo”. Era arrogante, sí, pero únicamente ante los demás, no ante el oficio literario para el cual era más que humilde. Lo que muchos jamás le perdonaron, y otros siguen sin perdonarle, fue su forma directa de decir las cosas, rayana a veces en el cinismo, pero es que la verdad casi nunca es bella: las palabras lo son, o pueden serlo, pero lo que las palabras dicen no es lo que siempre quieren escuchar o leer las buenas conciencias. No únicamente su literatura, sino también su periodismo fue así: directo, verdadero, certero, impúdico, pero especialmente fuerte.

En 1970 Jorge Hernández Campos le dijo, a propósito de escribir una columna quincenal para el suplemento Diorama de la Cultura, de Excélsior: “Aprovecha tu impudor para decir las cosas y dilas, todas.” Y fue así como creó no únicamente un estilo sino un subgénero dentro del periodismo (la confidencia literaria en sus hallazgos y paraderos) en el que hoy muchos recurren a lo autorreferencial únicamente para contar sandeces, ridiculeces y cursilerías sobre su ínfima existencia, aburrida y ridícula, que no le importa a nadie, y quizá ni siquiera al propio cronista de su vacío. Garibay, en cambio, en lo que luego fue su libro Cómo se pasa la vida (de título manriqueano), lo que dice es lo que nos involucra a todos los que existimos en alegría y sufrimiento.

Que fue un escritor de talento lo demuestran sus libros, sus muchos libros; pero para saberlo hay que leerlo. Y leerlo quiere decir verlo sin prejuicios, y valorarlo justamente como lo que es: un escritor de plena vitalidad. Porque Garibay está más vivo que muchos de los que todavía gozan el privilegio del aire. Ahí está él, en sus libros. ¿En dónde más podría estar un verdadero escritor?

Sabía lo que decía y lo decía sin contemplaciones, sin concesiones, y él, que era arrogante, incluso sin autocomplacencia, afirmaba: “Literatura es decir inútilmente una vez más, y no de la mejor manera, lo que ya se dijo muchas veces de la mejor manera. Quizá esto es lo cierto. Literatura no es cantidad, qué va. Y por supuesto, literatura es cantidad. Mientras aquí no escriban hasta los perros y no se publiquen mares de páginas inflamables, no vislumbraremos –sorpresas aparte– la natural obra maestra mexicana. Sí, calidad es cantidad. De la cantidad asciende la literatura.”

Ricardo Garibay escribió muchísimo y leyó aún más. Sus Obras reunidas, que no completas, apenas caben en diez gruesos volúmenes. Y supo transmitir, comunicar, con elocuencia, su pasión, su inteligencia, su placer y su irritación con respecto a lo leído. No creyó jamás en la popularidad y esto lo salvó de muchas vejaciones de la moda: “La gran popularidad –dijo– no es garantía y ni siquiera indicio de virtud ninguna; es pacto con la masa, es bajar a la calle y ser leído en la media calle y ahí mismo olvidado.” Él, que con tanta maestría se ocupó de lo popular y que no tiene igual para captar el habla y los múltiples lenguajes de la gente, no es en realidad lo que se puede llamar un escritor “popular”. Sin embargo, habría que redescubrirlo en un país donde la literatura es cada vez más la aburrida crónica autobiográfica de quienes no tienen en absoluto una existencia que pueda interesar a nadie. Por fortuna, en 2013, Josefina Estrada, que lo conoció y lo sigue leyendo, publicó una amplia Antología garibayesca de más de seiscientas páginas.

Ricardo Garibay nació en 1923 y murió en 1999. Lo que nos dejó es una extraordinaria obra literaria, además de una enorme lección reflexiva y apasionada que tuvo la generosidad de ofrecer a muchos de los jóvenes que mayoritariamente lo admiraron y lo admiran, y que, venciendo sus temores, se acercaron a él. Entre ellos, Ricardo Venegas (1973), poeta y editor, lo entrevistó y consiguió algunas de las revelaciones garibayescas que nos lo revelan en todo su espíritu. El resultado es este libro.

Sendas de Garibay consigue su propósito de interesarnos en el escritor y, al mismo tiempo, de revelarnos la condición humana del artista. Lejos de los chismes al uso, en estas páginas resplandece la experiencia literaria, pero también el entusiasmo y el fervor. Gracias a ellas, los lectores de Garibay fortalecemos nuestra admiración, y no sería nada extraño que los que no lo han leído aún vayan a buscar sus libros después de que Venegas les haya presentado al escritor a través de estas espléndidas entrevistas.

En este libro el diálogo es inteligente, no únicamente las respuestas del maestro, sino las preguntas del lector que, con admiración pero también con sutileza, va haciendo que el viejo escritor se confiese, que, confiado en la cordialidad y el respeto de su interlocutor, ofrezca lecciones de vida y literatura.

Así, le dijo al entrevistador, para que lo escuchemos y lo leamos los demás: “Los temas están por todas partes, en el aire, en las conversaciones todas, en lo que se lee, en lo que se viaja, en lo que se vive, en los tropiezos, en los pequeños triunfos.”

Al referirnos a los “pequeños triunfos”, vale decir aquí que Garibay no tuvo los que mereció más allá del triunfo de las páginas escritas y solucionadas con maestría. Generoso como siempre lo fue, Vicente Leñero, su amigo, recordó esta historia de mezquindad nativa (propia de nuestro medio literario) cuando en 2001, en su discurso de recepción del Premio Nacional de Ciencias y Artes en Lingüística y Literatura, evocó a Garibay e hizo el siguiente alegato-homenaje: “Quiero empezar este breve texto con una dedicatoria a Ricardo Garibay, que mereció estar aquí antes que muchos; antes que yo, desde luego. Y no lo estuvo. Negados, sistemáticamente, para el poderoso prosista, los reconocimientos de su propio país.” No hace falta agregar que este reconocimiento se lo han dado a segundones que, según sus dones –sus escasos dones– serán olvidados en el mañana inmediato en tanto la obra de Ricardo Garibay cobra nuevos ímpetus.

Este libro de conversaciones servirá para que quienes no conocen del todo al escritor sepan quién y cómo fue, y vayan a sus libros y encuentren el tesoro de su prosa, de su poderosa prosa, como dijera Leñero, que es uno de los milagros literarios del siglo XX mexicano. El lector disfrutará este libro de conversaciones literarias y aprenderá de él. Aprenderá, sobre todo, que la humildad ante el oficio es el único modo de escribir grandes páginas. Todos los grandilocuentes con su oficio, lo único que han hecho son inflamadas y bobas grandilocuencias que se desinflan más pronto que tarde.