Jugar a la pelota

Francisco Palma

Está por terminar el encuentro y la bola es lanzada al viento con gran fuerza, el oponente mide el trayecto y prepara el golpe, la prende de aire con potencia y logra colocarla en un lugar difícil, donde la mejor estirada no es capaz de llegar, gana el punto y el partido. A la orilla del campo la algarabía estalla, los seguidores festejan el tanto, elogian la hazaña, cobran las apuestas. No se trata de un juego de tenis, tampoco de voleibol, mucho menos de futbol. Es un encuentro de pelota mixteca.

En México se juegan diversos deportes llamados autóctonos o tradicionales, cada uno con un origen y una historia propia. En Oaxaca la pelota mixteca se practica en el “pasajuego”, un campo de cien metros de longitud donde el esférico de hule es golpeado con un macizo guante de cuero que llega a pesar cuatro kilos y medio. Quienes lo juegan lo describen como una especie de tenis, aunque sin red, donde hay que estar bien atentos al recorrido de la bola pues un golpe de ella (pesa 900 gramos) puede ocasionar serias contusiones y hasta fracturas. Su práctica traspasa fronteras, pues migrantes mixtecos lo recrean en diferentes localidades de California a las cuales cada año acude una “quinta” de México para enfrentar a los diferentes equipos de paisanos que esperan su llegada.

En las Barrancas del Cobre, Chihuahua, los rarámuri son conocidos por su notable capacidad como corredores, actividad que realizan ancestral y cotidianamente. Su principal juego, el rarajípari o carrera de bola, trata eso, de ver quien corre más lanzando una bola de madera con la punta del pie. Sus competencias se extienden por horas en un esfuerzo sobrehumano que ha llegado a durar, cuentan los rarámuri, más de 24 horas. Tienen pausas para hidratarse y comer alimentos blandos y caldosos. Durante ese breve reposo un curandero da masaje a las piernas de los corredores, les reza y les unta pomadas para evitar los calambres provocados por el cansancio o las hechicerías del brujo del bando contrario, quien ha dejado polvo de hueso en el camino con el fin de que “el muerto les agarre los pies” a los competidores. Duelo físico y mágico en medio de una tierra que cada vez se vuelve más violenta por la incursión del narcotráfico.

Por los rumbos de Sinaloa sobrevivió el antiguo ulamaliztli, juego de pelota prehispánico narrado en códices y crónicas del siglo XVI. Recientemente se está rescatando la manera de hacer pelotas a partir de caucho natural, tradición artesanal que estaba perdida y amenazaba la continuidad de este juego que se ha adaptado a los nuevos tiempos y necesidades. Los mismos que lo practican como divertimento en comunidades como La Sábila han tenido que migrar a la Riviera Maya y mostrarlo como espectáculo para turistas donde parques temáticos y hoteles reciben la mayor parte de las ganancias.

El otro ulama, el de brazo, de más arraigo, se juega cada domingo en municipios como Guamúchil, Guasave y Mocorito. Para protegerse el brazo que le pega a la bola, los ulameros se enredan una tira de manta, llamada “faja”, a la cual ponen por debajo un pedazo de cartón o cuero a fin de dar mayor solidez al vendaje. Es un juego muy rápido al igual que su deporte hermano, el ulama de mazo que se contabiliza de la misma forma, con un complicadísimo conteo a 8 puntos donde la suma y resta de anotaciones volverían loco a un matemático.

El último de los juegos que se presenta en Ojarasca es el uarhukua, mejor conocido como pelota purépecha. Es el más extendido de los deportes autóctonos, pues se practica en al menos 12 entidades del país. Los purépechas han sabido difundir su juego y convocan a constantes torneos nacionales y estatales, expandiendo una tradición donde los jóvenes son los principales agentes. Se juega en cualquier calle, con bastones labrados en ramas de tejocote, con pelotas de trapo para jugar de día, o de madera para jugarla en llamas y verla de noche. A diferencia de los otros juegos, aquí no se permiten las apuestas. Este hockey purépecha posiblemente tiene más de tres mil años y se dice que fue entrenamiento de guerreros quienes se volvían hábiles en el uso del bastón y ágiles para evitar golpes.

Como cualquier otro deporte actual estos juegos levantan pasiones y mueven las economías locales por medio de las apuestas, provocan momentos para el goce, también para la angustia, y recrean el sentido de comunidad ya sea en la lejanía de la sierra, en la urbe o al otro lado de la frontera. Las fotografías que se presentan en esta edición son un homenaje a esos jugadores y esos juegos que, dicen los mitos, mantienen el mundo en movimiento.


Rarajípari, Sierra Tarahumara. Foto: Francisco Palma