Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 26 de abril de 2015 Num: 1051

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Tres poetas

José Kozer:
claroscuros de
emoción e inteligencia

Jair Cortés

La pintura en la
Bolsa o el arte
como valor seguro

Vilma Fuentes

Eduardo Galeano
y los zapatistas: con
los dioses adentro

Luis Hernández Navarro

Eduardo Galeano:
escribir en el
siglo del viento

Gustavo Ogarrio

Galeano y el
oficio de narrar

Adriana Cortés Koloffon
entrevista con Eduardo Galeano

Fragmento de
una biografía

Nikos Karidis

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Javier Sicilia

Visitando a El Bosco

La existencia de un pintor como El Bosco en el siglo XV no deja de inquietar. Para encontrar a sus pares hay que ir hasta Goya, en su frialdad, y, en su expresión onírica y alucinante, hasta el surrealismo de Dalí o de Remedios Varo. Sus abigarrados mundos de multitudes apretujadas pertenecen, sin embargo, a una noción que le viene del cristianismo, en particular a la del Juicio Final –título de sus famosos trípticos de 1489–, en el que la multitud humana es llamada a cuentas para ser arrojada al Paraíso o al Infierno, del que también pintó cuadros tan memorables como inquietantes. A diferencia de Dante, que nos dejó en su Comedia una descripción ordenada de esos universos multitudinarios, las descripciones pictóricas de El Bosco son concentraciones caóticas. Luminosas y puras cuando trata de la visión beatífica; monstruosas, oscuras y laberínticas, cuando nos revela el Infierno. Hay,  sin embargo, ciertos cuadros en donde la laberíntica composición de lo humano no pertenece a esos momentos definitorios que, según la tradición cristiana, nos aguardan al final de los tiempos. Pertenecen todavía al tiempo histórico en el que el poeta José Ángel Valente ve la revelación de la estupidez “como raíz absoluta del mal”. Es allí donde El Bosco se vuelve más próximo a nuestro tiempo y a nosotros; más próximo a lo que nos está sucediendo en México.

El cuadro que quizá mejor lo exprese y que se vincula con el tiempo de la Semana Santa que acabamos de conmemorar, es el de Cristo con la cruz a cuestas que se encuentra en Gante. La acción, “una acción –dice con exactitud Valente– delirante y sin sentido, ocupa frenéticamente el cuadro”: rostros grotescos, soeces, jactanciosos que se apretujan delirantes en su avidez alrededor del Cristo que carga una cruz y que en realidad, junto con el de la Verónica que lleva en sus manos el lienzo en donde el rostro de Jesús ha quedado grabado, se encuentran en las márgenes de la acción. A diferencia de los otros rostros, los de Jesús y la Verónica son apacibles y melancólicos. Tienen los ojos cerrados como presas “de un sueño o de una secreta visión invulnerable”. Entre tantos rostros donde la avaricia y el descentramiento de lo humano exaltan la presencia de la estupidez, los de ellos, como un puente tendido en medio del mal, son las presencias de lo humano que la imbecilidad no puede ni mirar ni entender en su ignorancia. Es por eso que la fuerza del cuadro no se encuentra ni en Jesús ni en la Verónica, sino, precisamente, como bien lo refiere Valente, en los rostros que los rodean, que ocupan la totalidad del cuadro y que El Bosco pinta de manera implacable para revelarnos el mal, lo humano que no logró ni logra realizarse.

No hay, por ello, en el Cristo con la cruz a cuestas, nada del horror físico que otros pintores, como su contemporáneo Grünewald, nos revelan de la Pasión, sino el puro y metafísico horror que la estupidez produce al revelársenos. Entre ese tumulto, entre ese laberinto monstruoso y aterrador de la estupidez –de la que México dio una contundente muestra esta Semana Santa en las multitudes de vacacionistas que se agolpaban jactanciosas y ajenas a las pasiones que diariamente viven muchos de nuestros hermanos– El Bosco, dice Valente, compone “las figuras que tienen el aura excepcional de la soledad, las figuras que desde ella niegan con su ajena presencia lo humano circundante vivido como desrealización”, como mal. Es por ello que, a pesar de su marginalidad, hay que detenerse en ellas. En el contraste que generan dentro del cuadro para poder capturar la estupidez, y en la infinita distancia que su presencia, centrada en lo humano que ha llegado a su realización, crea en los que las miramos –pensemos también en su San Antonio guarecido en un hueco de árbol o en su San Juan en Patmos, que El Bosco pinta ya sin multitudes–,  podemos hacer un hueco en nosotros y escapar así, por unos momentos, del ruido, de la furia y de la idiotez para abismarnos en el secreto y profundo espacio de la contemplación y el silencio donde habita lo verdaderamente humano que nos reclama.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos; hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones y devolverle a Carmen Aristegui su programa.