Opinión
Ver día anteriorViernes 10 de abril de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿Sabe alguien adónde vamos?
U

n grupo de taxistas con base en la fuente de Cibeles, en plena colonia Roma, atacó con palos a un taxi de la empresa Uber. En él viajaba un pasajero. Indignados, chofer y pasajero presentaron una denuncia. Una semana después nada se había producido.

Los asaltantes no eran criminales en el sentido estricto de la palabra, eran ejemplos de la sociedad de hoy, actores del odio social que crece de manera encendida. El costo del odio social es enorme, es causa directa de la violencia que nos preside y es producto de un dolor colectivo: la frustración.

Nos hemos convertido en una sociedad que se regodea en su irrespeto a la ley, que se burla de normas de convivencia antes intocables, que desprecia al prójimo y sus derechos y vive sin contención ninguna. ¡¡Ese es el fondo!! Una sociedad en dolorosa transformación hacia lo bajo.

Una declinación que va más allá y viene de más allá del delito simple, por grave que éste sea. La conducción moral y la solidaridad social se perdieron hace mucho. Se perdieron entre el ayer y el hoy y no se atisba un mañana distinto. México para nada es un Estado fallido, es un país enorme pero al presente necesita oxígeno.

Al conjunto de conductas negativas que nos invaden, ciertos académicos la llaman capital social negativo, y sí, es toda aquella fuerza que conduce al mal. Fraseado de una manera más llana, otros le llaman simplemente el desmadre nacional que está conduciendo al colapso social, sinónimo de la declinación de la civilidad anhelada, de la forma deseable de convivir, de encontrar la satisfacción legítima a nuestros anhelos.

La manifestación más vívida de este colapso es la decadencia de las instituciones políticas, sociales y culturales en las que casi nadie cree y sin esa confianza nada funcionará. Este colapso social es el punto conclusivo de una forma de vida satisfactoria, es el cambio hacia una vida de rango menor. ¡¡Vamos para abajo!!

El colapso social ciertamente no es el fin del mundo, es simplemente la entrada a un mundo no deseado. Las sociedades no se acaban cuando colapsan, sólo se degradan. En México hace rato que entramos en este proceso, que no debe particularizarse como responsabilidad de una sola persona o grupo, porque se angostaría el juicio.

Ha sido un proceso de muchos actores, de muchos años, de sistemas dirigentes de varios signos ideológicos, de diversas fuerzas impositivas. Es el resultado del desacierto de muchos, en mucho y por mucho tiempo.

Lo malo, lo verdaderamente malo, es que nos neguemos a aceptarlo. Han pasado dos años y medio de gobierno, de uno que no acepta la existencia de lo indeseable, para el que sólo su hacer es perfecto, al que le parece que por definición, todo señalamiento de lo desacertado es un acto de traición a nuestros orígenes, de deslealtad a las instituciones y hasta de atentado contra la patria magnífica.

Lo preocupante es su insensibilidad ante la depresión trascendente en la que estamos. Prueba de esta ofuscación es que la aprehensión de El Chapo, el Z-40 o La Tuta se valoren como un triunfo nacional. En esa terrible confusión estamos y el guía, el Presidente, ha extraviado el compás.

Hay que perseguir al crimen, eso no se discute, y hay que comprometerse con todo vigor, pero sin caer en la confusión de que hacerlo significa que es tarea de grandes estadistas propias de la redención de la patria. Eso significaría que se ha perdido la dimensión enorme del mandato popular.

El crimen, el simple, el callejero o el elaborado, incluso el gran crimen, que hoy son ya violencia social, no es sino efecto del deterioro nacional, del desbordamiento en que nos ahogamos y no se quiere asumir así.

Esa violencia encontró estímulo en la conducción política nacional, en los pésimos servicios que debería administrarnos el gobierno, de manera muy relevante los de seguridad, justicia y empleo. Con excepciones meritorias, premeditaciones perversas o inercias incontenibles, ello fue posible por años de corromper, de simular, de tolerar, de omitir. A esas deplorables causas nos estamos enfrentando y sin embargo hacemos del ocaso de La Tuta un festín.

Somos una sociedad que decae, encabezada por un gobierno arrogante, que se niega a verse en un espejo que no sea la tv. Que no quiere advertir el rápido proceso de pérdida de aquello que resolvimos anhelar, que como postura de Estado, ante la crisis, prefiere retobar a los señalamientos de la ONU.

A pesar de todo ello todavía es estimulante observar las cátedras de los educandos que creen en todo lo bueno que sus mentores les explican. Ellos son la imagen de lo que quisimos ser y parece que ya no seremos, porque llevamos años soñando y perdiendo la referencia de lo que se va quedando atrás.

La educación hubiera sido el camino para consolidar una civilización actualizada, no se dio. La educación que daría solidez y perspectivas a nuestras vidas, la que hubiera permitido anticipar el futuro. No fue así. Ni parece que vaya a ser.

Lo preocupante es que tan limitados logros gubernativos los satisfagan. “Hoy El Chapo, La Tuta y el jefe de los Beltrán están enfrentando procesos’’, presumió vehemente el jefe del Estado mexicano en Toluca ( La Jornada, 31/3/15). ¿Y el anchuroso futuro deseado?

La historia ocurre dos veces: la primera vez como tragedia y la segunda como farsa.

Carlos Marx