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La larga marcha
C

ansados, desesperados por no encontrar justicia en las autoridades mexicanas, y más bien ocultamientos, engaños y una insensibilidad pétrea, los padres de los 43 normalistas desaparecidos el 26 de septiembre de 2014 en Iguala optaron por visibilizar su tragedia en territorio de Estados Unidos. Al término de su recorrido se habrán dirigido a organizaciones gubernamentales –incluso al embajador y a varios de los cónsules de México destacados en ese país–, no gubernamentales, sobre todo aquellas vinculadas a la defensa de los derechos humanos; a organismos internacionales con esta misma misión, y a muy diversas audiencias.

El propósito de las víctimas de la infamia coorganizada es dar a conocer in situ su versión del que llaman, con justeza, crimen de lesa humanidad. La demagoga nueva procuradora general de la República pretende minimizar ese calificativo. Venimos a desmentir las mentiras de nuestro gobierno, dijo María de Jesús Tlatempa, madre de uno de los 43 estudiantes desaparecidos.

A esa ardua empresa se la ha llamado Caravana 43 y su presencia y su voz actualizan las que por primera vez emitió la Caravana de la Paz encabezada por el poeta Javier Sicilia, huérfano –si vale la palabra– a raíz del asesinato de su hijo.

El destino a veces sobrecarga de significado aquello que es motivo de tensión para uno. Horas antes de que la Caravana 43 iniciara su trayecto por el centro, este y oeste de Estados Unidos, en la Feria del Libro de la Universidad Autónoma de Nuevo León participaba yo, con el periodista Luis Petersen Farah, en la presentación del libro Contra Estados Unidos, del que es autor Diego Osorno, también periodista y además cineasta. Las crónicas del viaje nutrido de sorpresas y la conversación, en veces confidente, entre Javier Sicilia y Diego, conforman el volumen.

Varias de las escenas narradas por Osorno se repetirán sin duda a lo largo de la Caravana 43. Los peregrinos encontrarán actitudes y voces más comprensivas que en algunos compatriotas avecinados en su país. Voces estultas como la del ex presidente Fox, por ejemplo, han sido difundidas con largueza por los medios tradicionales, y literalmente acribilladas en las redes sociales, el nuevo termómetro del estado de ánimo nacional.

El propósito de la Caravana de la Paz era, como lo enfatizó Diego Osorno en la presentación de su libro, el mismo que anima a la que ahora protagonizan los padres de los 43 desaparecidos por la fuerza en Iguala: visibilizar la injusticia y la tragedia que ellos padecen, pero que comparten miles de padres y madres de familia en México.

La lógica de ambas caravanas podría parecer equívoca. ¿No tendrían que haber hecho un recorrido por los edificios oficiales que alojan a los poderes públicos, a los cuerpos de seguridad de mayor jerarquía y algunas de sus dependencias operativas más localizadas que han venido a simbolizar la injusticia y el delito impune en nuestro país?

Una respuesta atendible se halla en el prólogo al libro de Osorno, de John Gibler, el periodista estadunidense que ha escrito, además de numerosos artículos y reportajes, un par de buenos libros sobre la violencia institucional, la corrupción y la impunidad en México.

Gibler sugiere que no se trata de doblegar, y menos de destruir, al narcotráfico, sino de mantener una guerra de presupuestos, salarios, armamento y, sobre todo, capital político. La tesis del periodista tejano es lapidaria: “El narco y la guerra contra el narco: los dos son mercados y obedecen a las reglas del mercado, no a las del Código Penal”. A los mexicanos esto nos queda claro, sobre todo luego del nombramiento como magistrado de la Suprema Corte de Justicia de Eduardo Medina Mora, uno de los facilitadores del operativo Rápido y furioso, que permitió al narco de este lado recibir un considerable cargamento de armas.

Hay que decir, no obstante, que no hay guerra sin objetivo político y uno que ha perseguido el gobierno de Washington es la intervención tecnológica e incluso armada de las fuerzas de ese país en el nuestro con cualquier motivo. Los dos mercados son trasnacionales, pero el motor principal, la sede del poder financiero y político del mercado de la guerra contra las drogas, se ubica en Estados Unidos, dice Gibler.

El enfoque de Gibler nos hace comprender mejor el sentido de la Caravana por la Paz y la Caravana 43 en Estados Unidos.

A una pregunta de Osorno sobre la palabra paz, Javier Sicilia señala el significado actual de esta palabra en nuestro país: “es la paz económica, que es una paz violenta porque es la del despojo, que alimenta a fin de cuentas la guerra, la paz de las grandes trasnacionales, la paz del arrasamiento de la tierra…”

Ante esa pax no hay sino dos salidas, la de las armas y la pacífica. La actual no es pacífica y se funda en el uso de las armas por parte de quienes, legal e ilegalmente, las compran y usan para perpetrar crímenes como el de Iguala. La institucional, que pasa por partidos, elecciones y el ejercicio del poder, tampoco ha probado ser una salida real. Petersen Farah apunta algo semejante al movimiento de Gandhi en la India. Comparto parcialmente su postura. Diego no tiene aún una idea redondeada. Nuestro dilema, me parece, pende sobre México.

Es posible que las caravanas, marchas, movilizaciones que se registran en diversas zonas y ámbitos sociales, así como el debate que suscitan, abonen a la respuesta que buscamos. La nuestra, como lo ha sido para otros pueblos en otros tiempos, es una larga marcha.