Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 22 de marzo de 2015 Num: 1046

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

¿Un Carlos Marx
del siglo XXI?

Leopoldo Sánchez Zúber

Los dos mestizajes
de Duverger

Miguel Ángel Adame Cerón

Francesco Rosi:
reflejar la realidad

Román Munguía Huato

Quiroga y la
influencia bien asumida

Ricardo Guzmán Wolffer

Tzvetan Todorov:
un paseo por el
jardín imperfecto

Augusto Isla

En la alcoba de Eros
Ricardo Venegas

Leer

Columnas:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Ana García Bergua

Islas

Mi padre nació en la isla de Ibiza, en las Baleares, donde mi abuelo dirigía una escuela. La familia tuvo que escapar durante la Guerra civil y fue a parar a una isla mucho más grande, tanto que es un país, la República Dominicana, en la que mi abuelo murió. Sin tener muy presente ese encadenamiento insular, yo a mi vez escribí una novela sobre una isla, gracias a lo cual ahora me encuentro en otra, también mayor, la isla de Córcega a la que nunca pensé que vendría.

Tampoco había pensado en lo que las islas significaban –o por lo menos en lo que significaban para mí– y eso que antes ni siquiera me atraían especialmente, amante que soy de la ciudad y sus miles de historias ocultas como los bombones de la cajita detrás de las ventanas de los edificios. Será que una isla tiene algo de predestinación, de lugar que sólo es uno y guarda un destino único. Será que una novela es, de alguna manera, una isla donde echamos a andar nuestros fantasmas, como la isla del doctor Moreau inventada por h. g. Wells con sus animales-humanos monstruosos o mejor aún, la isla que creó Bioy Casares en La invención de Morel , habitada por imágenes proyectadas que repiten también monstruosamente las mismas escenas de la misma historia, una y otra vez. Y, por supuesto, la isla de Daniel Defoe y su Robinson que inventa la novela de sobrevivir en una isla y civilizarla rústicamente, o la isla de Stevenson y su tesoro oculto, imán de piratas, o la de El señor de las moscas , una de las novelas más tristes y hermosas que se hayan escrito, donde la infancia se trasmina con las amargas tensiones de la sociedad de los adultos. Islas en las que transcurren novelas, sueños y ficciones atrapados por los muros de agua, el encierro en lo abierto, como el que escribió José Revueltas en su novela del mismo nombre sobre la prisión de las Islas Marías. Sin tierra a la vista, el horizonte circular, una isla puede ser también el vaso en el que se encierra al insecto, el límite transparente de la ficción. Una isla es también un cine rodeado de agua o un teatro de maderas que crujen y que brega entre las olas. Será que la ciudad es un enorme libro de cuentos y la novela una isla única.

Les decía que estoy en la isla de Córcega cuando escribo esto, a la que vine a hablar sobre mi novela que trata de una isla que es un atolón, una roca, cuya historia tan pequeña como la isla tiene el poder de un enorme fantasma multiplicador de novelas, películas, obras de teatro, ensayos (¿existirá quizá un poema sobre Clipperton?). Claro que Córcega es mucho más: paso de civilizaciones, tierra de altísimas montañas y apacible mar, la cuna de los corsos aguerridos y rebeldes en eterna pugna con sus vecinos los genoveses y del pequeño, tremendo y expansivo Napoleón. Sólo he podido conocer el norte –el norte que da al sur de Francia– y poco más he visto por la cuestión del tiempo, pues la isla es grande, amén de la pequeña ciudad de Corte donde está la universidad Pasquale Paoli y el bello puerto de Bastia. Desde este puerto comparto con los lectores su vino valiente y dulce, su queso, pan y aceitunas, sus casas serenas, que saludan al mar con los dos barcos que bregan hacia Marsella. Y desde esta isla, sin embargo, no dejo de mirar a ese continente, que para mí es mi país, ese cuyas autoridades quisieran al parecer convertir en otra isla en la que se escenifica una invención y se perpetúa una fantasía inexistente, una perversa invención de Morel que se repite y se repite en fantasmales declaraciones televisivas. Todo lo cual estaría muy bien si no fuera un país sino una novela; o ya de perdida una telenovela. Y quienes se atreven a poner en duda que el rey y sus adláteres están desnudos; si el relator de derechos humanos de la onu dice que en México se tortura sistemáticamente, por ejemplo, se le dice que está equivocado, que no se ha informado bien. Y a otros se les calla con sangre para perpetuar la invención de que todo marcha viento en popa. Quisieran, da la impresión, que viviéramos en una isla en la que prevalezca una bonita fantasía de príncipes copetudos en palacios blancos sin reproche, lo cual, simple y llanamente se llama mentir. La literatura es noble porque al mentir dice la verdad; si los señores funcionarios del gobierno leyeran más de tres libros, entenderían la diferencia: las islas provocan ficciones, pero las ficciones no siempre crean islas.