Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 22 de febrero de 2015 Num: 1042

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Las mujeres, los
poderes, la historia,
la leyenda

Vilma Fuentes

Dos ficciones
Gustavo Ogarrio

Javier Barros Sierra
en su centenario

Cristina Barros

Un educador en
la Universidad

Manuel Pérez Rocha

Un hombre de una pieza
Víctor Flores Olea

Javier Barros Sierra y
la lectura de la historia

Hugo Aboites

El rector Barros Sierra
en el ‘68

Luis Hernández Navarro

Domingo por la tarde
Carmen Villoro

Leer

Columnas:
Tomar la palabra
Agustín Ramos
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Hugo Aboites

El 1 de agosto del ‘68 encabezó la primera manifestación de estudiantes y profesores, acompañado entre otros por Fernando Solana y Pablo González Casanova.

En el verano de 1968, la crisis nacional se agudizó profundamente por la incapacidad del gobierno para entender que era absurdo interpretar las protestas estudiantiles como un peligro para el gobierno y el Estado. El gobierno se había colocado de lleno en la hipótesis de la disolución social que planteaba el anacrónico artículo 145 del Código Penal. Impulsado en plena segunda guerra mundial (1941) por el gobierno de Ávila Camacho, ese artículo intentaba proteger a la nación de conspiradores nazis que, buscando crearle a Estados Unidos un tercer frente en su propio patio trasero, organizarían en México a las población de origen germánico y también mexicano simpatizante de la Alemania nazi y que, con ese objeto –dice la ley– “preparen material o moralmente la invasión del territorio nacional o la sumisión del país a cualquier gobierno extranjero”. Ese texto –como señalan profesores de la UNAM en el ‘68 (Excélsior, 13/IX/1968, pág. 37-A)–, debió desaparecer al término del conflicto bélico, pero pronto el Estado descubrió su utilidad para criminalizar movimientos de protesta e incluso endureció aún más las sanciones al comienzo de los años cincuenta. Hizo posible, además, perseguir como propaganda subversiva las ideas, opiniones políticas y, como advertían los universitarios en el ‘68, hasta artículos, ponencias o cátedras que criticaran al gobierno y que “moralmente” preparaban para una invasión o la sujeción del país a un gobierno extranjero. Era un artículo, además, que encajaba bien con una dinámica social más amplia, profundamente indiferente e incluso hostil con el derecho al afecto, a la libertad y la justicia que tenían los niños y jóvenes de esa época, pero también los invisibles de entonces: los pobres, los indígenas y los explotados.

En un clima político-social de este tipo, con las posturas extremas del gobierno y el Estado expresadas en el artículo 145, y con las crecientes protestas, los estudiantes –como ha seguido sucediendo– se convirtieron en el enemigo, y casi de inmediato esta percepción se extendió a la misma Universidad. Ésta no sólo era vista con suspicacia por ser el refugio de manifestantes, sino porque se trataba de una universidad autónoma, donde expresamente se subrayaba el valor de la crítica y la libertad de pensamiento. A los ojos del Estado se preparaba una desestabilización total, no sólo “moralmente” –con ideas perturbadoras–, sino también “materialmente” –con masivas manifestaciones.

Barros Sierra encabeza la marcha contra la violación de la autonomía, que partió de Ciudad Universitaria, recorrió avenida Insurgentes, dio vuelta en Félix Cuevas, luego en avenida Coyoacán, de regreso a CU, 30 de julio de 1968. Cortesía IISUE/AHUNAM/cu4626-17

En el contexto de esta atrofiada visión gubernamental, por supuesto se explica que, apenas días después del 26 de julio, inicio de las protestas, el gobierno llega al extremo de llamar al Ejército para agredir y perseguir a estudiantes por toda la ciudad y ataca el 30 de julio un recinto universitario con disparos de bazuca, el Colegio de San Idelfonso, la Preparatoria de la Universidad, así como al IPN. Ante este hecho, una marea de indignación recorre el circuito universitario y se anuncia una multitudinaria marcha para el 1 de agosto, de la Ciudad Universitaria al Zócalo.

Es entonces que el rector Barros Sierra decide sumarse y, rodeado de funcionarios (entre otros, lo acompañan Fernando Solana y Pablo González Casanova), encabeza la manifestación de estudiantes y profesores. Se enteran de que el Ejército ya los espera para impedirles el paso a la altura de la Colonia Nápoles y optan por sólo marchar por Insurgentes hasta Félix Cuevas. De esta manera, en lugar del silencio o de un mero pronunciamiento del Consejo Universitario, opta por marchar y defender a la Universidad junto con los estudiantes. Con esto, en un raro momento en la historia del país, la Universidad toda encara y desafía al presidente y al Estado mismo.

Entre Ciudad Universitaria y Félix Cuevas la distancia es de unos cinco kilómetros. Pero, con su breve marcha, la Universidad mexicana recorre una distancia enorme y da un salto hacia el futuro. Aprende en ese momento, tal vez por primera vez, que precisamente por ser autónoma puede colocarse éticamente muy por encima de un gobierno y un Estado que han perdido el rumbo. La marcha envía el claro mensaje de que la razón –representada en ese momento nada menos que por la Universidad Nacional– no está con el presidente. La profunda sinrazón de la matanza de Tlatelolco es entonces, dramáticamente, el final previsible de un camino de violencia y alteración profunda del orden social que ha organizado el Estado y del que, casi desde el comienzo mismo del conflicto, la Universidad claramente se deslinda. No es la nación la que está en peligro por las protestas y movilizaciones de los universitarios; está en peligro por la reacción del Estado. Con su actuación se pone en peligro la cultura, el pensamiento libre y la Universidad misma y, por ende, también se clausura la posibilidad de una salida amplia y de estadista a una crisis perfectamente encausable. A pesar de que Barros Sierra en ese período también criticó a los estudiantes por tomar las escuelas de Ciudad Universitaria, en el momento decisivo supo colocarse, por congruencia universitaria, del lado de la verdad, aquí sí histórica, de los universitarios. Aunque la persecución no cesó y fue luego tomada por el Ejército, la Universidad floreció y creció como nunca en los años siguientes, dignificó su papel frente a la nación y la historia, mientras aquel presidente entonces en funciones no.

“Nunca me he sentido más orgulloso de ser universitario como ahora –dijo Barros Sierra en esos días. Porque es la Universidad, son nuestras instituciones las que generan el espíritu con que habremos de afrontar los problemas y sabremos apreciar los triunfos. Nuestra lucha no termina con esta demostración. Continuaremos luchando por los estudiantes presos, contra la represión y por la libertad de la educación en México.” (Citado por Hugo Gutiérrez Vega, en: Martínez della Rocca, Otras voces…).

Barros Sierra no actuó solo, fue impulsado por una ola enorme de descontento y de estudiantes indignados. Pero, a diferencia de muchos de sus colegas que en esos años optaron por permanecer callados y cuyos nombres nadie recuerda, Javier Barros Sierra (y otros rectores como Eli de Gortari, José Alvarado, Hugo Gutiérrez Vega…), supo tener su momento de brillantez y acierto y una percepción profunda de la historia que se movía bajo sus pies, y eligió bien y valientemente. Ante el actual deterioro ético de la nación que demuestra la persecución y desaparición de estudiantes de Ayotzinapa y de muchos otros, ese pedazo de la historia todavía sigue ofreciéndonos muchas lecciones.