Opinión
Ver día anteriorJueves 19 de febrero de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Crisis de representación, crisis de régimen
L

a historia sí se repite. Lo demuestra la recurrencia de estabilidad social y crisis en la historia de la humanidad. Los actores, ropajes y palabras pueden ser diferentes. Pero las condiciones han sido semejantes. Esto intenté explicar a los asistentes convocados por el Centro de Orientación Política 5 de Febrero, un grupo de ex obreros de la Fundidora de Monterrey.

Referí el análisis a la secuencia de reformas, revolución y constitución en la historia de México desde mediados del siglo XVIII. Es entonces que se inician con paso firme las reformas de la casa reinante de Borbón.

El objetivo de las reformas borbónicas era modernizar la administración de sus colonias para hacerlas más productivas y controlables. Ello significó una mayor centralización y concentración de la riqueza y del poder de la monarquía absolutista.

El reinado de Carlos III cosechó el éxito de las reformas. Su sucesor, Carlos IV, debió pagar el alto costo político de sus métodos. Entre los grupos afectados, los criollos receptores de la Ilustración –entre ellos los clérigos, señaladamente los jesuitas, que fueron expulsados– internalizaron un creciente descontento, cuya dimensión ideológica y política culminó en la revolución progenitora de la Independencia nacional.

En el curso de esa lucha, el proyecto de un régimen independiente, republicano y popular adquirió casi de inmediato la anatomía de una constitución en el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana. Promulgado en Apatzingán en octubre de 1814, es nuestro primer documento constitucional propiamente mexicano.

La llamada Constitución de Apatzingán contiene los rasgos fundamentales de las ulteriores constituciones liberales del país. No recogió, empero, el punto de los Sentimientos de la Nación donde Morelos establecía la necesidad de nivelación social atenuando la pobreza y la riqueza; tampoco las ideas radicales de Hidalgo sobre la tierra y el cobro de la riqueza extraída a España.

Tal nivelación social tampoco fue recogida por la Constitución de 1857. Esta ley suprema, si bien introducía la libertad de cultos y otros derechos de libertad (básicamente los inspirados en las reivindicaciones de la Revolución Francesa), abrió la puerta al liberalismo económico que afectó las propiedades de la Iglesia, pero también las tierras ejidales de las comunidades indígenas. Las tendencias concentradoras de la riqueza y hacia la centralización política –en lo que hace a la tierra era la continuación potenciada de lo iniciado por Santa Anna– cuajaron en la dictadura de Díaz.

Un nuevo descontento se fue sedimentando. Basta leer la prensa opositora de la época para documentarlo minuciosamente. En muy diversos y numerosos sectores anidó el sentimiento de no tener una representación política acorde a sus intereses. Y bastó que Madero, un trasunto de los criollos independentistas, argumentara en su libro La sucesión presidencial en 1910 la demanda de sufragio libre y limpio, como base de la democracia, y se presentara en las elecciones a disputarle el poder a Díaz, para que se iniciara una segunda revolución.

Los levantamientos de Zapata y Villa permitieron la incorporación de los derechos sociales del pueblo mexicano al texto constitucional de 1917. En la Convención de Aguascalientes, sus intelectuales fundamentaron mejor que los de Carranza las bases populares de un nuevo régimen. Admirados esos derechos en su tiempo por todo el mundo y practicados en cierta medida por los gobiernos posrevolucionarios, hoy se han esfumado de la realidad nacional.

Se ha construido paso a paso, desde finales de los años 70, una timocracia sin honor apoderada de la riqueza producida, de los bienes naturales de la nación empezando por la tierra y el petróleo, y de los instrumentos de poder que debieran estar en manos de la mayoría y de su legítima representación política. Con alguna excepción, quienes tienen tal investidura representan otros intereses: no los del pueblo y la nación.

Así se explica que se alcen voces pidiendo una refundación del país. Pero aún no hay un proyecto de nueva Constitución como el del movimiento de Independencia y el de un siglo después.

Algunos consideran que bastaría con que se respetara el texto constitucional vigente para que la crisis de representación y los numerosos males que padecemos pudiesen ser superados. Otros creemos que no.

El presidencialismo ha sido y es el eje de la antidemocracia, el despojo y el despotismo de Santa Anna, de Díaz, de Obregón y de Calles, de Díaz Ordaz y de Salinas, de Calderón y de Peña Nieto. El control parlamentario no existe y el Judicial es la otra extensión del Ejecutivo. Los partidos políticos, que son la primera instancia de representación política, no discuten siquiera si hay crisis o no. Y su influencia está subordinada a la voluntad del régimen presidencialista, de los empresarios oligárquicos y monopólicos, legales e ilegales y nacionales y extranjeros. Los puestos (mediante dádivas, compras, transacciones), como en la Colonia, se hallan sujetos al mejor postor. La corrupción, la pobreza, el número de asesinados y desaparecidos crecen y los canales de una transición pacífica hacia la democracia se hallan obstruidos.

La reforma del Estado anunciada por Vicente Fox el 5 de febrero de 2001 nació muerta y nadie se ha preocupado por resucitarla.

La historia se repite. Falta saber cuál será su desenlace en el siglo XXI: si el del XIX y el XX u otro inédito aún.