Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 15 de febrero de 2015 Num: 1041

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Campbell y La era
de la criminalidad

José María Espinasa

El quehacer editorial: adrenalina pura
Edgar Aguilar entrevista
con Noemí Luna García

Batis para neófitos
Fernando Curiel

En el Sábado de
Huberto Batis

Marco Antonio Campos

Recuerdo, Huberto
Bernardo Ruiz

El multifacético
Huberto Batis

Luis Chumacero

Batis y el amor
a la palabra

Mariana Domínguez

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Perfiles
Ricardo Guzmán Wolffer
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Francisco Torres Córdova
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Nunca un solo día

Desde ese día el tiempo ya no es lo que era. Cambió de modo y ruta, de lugar y peso en la mente y en el alma. Volcado en la emergencia en todas partes, en cada minuto desgranado, seco y denso su aire en la garganta y la memoria hasta el calor de los pulmones y la voz que empujan el reclamo a la violencia, pasa quebrado, fibroso y extranjero. Las horas, si sólo fueran eso y no el caracol de su vacío, ocurren en espasmos de insomnio y sobresalto cotidiano, y erizadas sin reposo en la cresta de una urgencia que se enquista en la conciencia, se van deshaciendo de su cifra y en ninguna agenda o manecilla encuentran punto de consuelo o referencia que dé razón de dónde queda lo extraviado, para ir a su encuentro y regresarlo, para ponerlo de pie, el rostro al alcance de la mano como era y ha de ser lo más cercano vivo, lo más propio en la distancia que es un hijo. Ahora ese día es este tiempo despojado, quitado a la cadencia y el tramado milenario que era del agua y los otros elementos, y no comprende ni acepta como antes el profundo engranaje de la luz y los planetas que le pasan por el cielo, bajo el suelo y aun a los costados en un horizonte que era sin fisuras como había sido desde siempre, porque ya no hay ese siempre, y así alarga y aprieta su puño en la razón, derriba la puerta de la casa con su ruido y disloca en la boca la palabra de familia, su íntimo silencio con todo lo soñado roto, cruzado por los humos de un fuego imposible y mudo a la intemperie –nadie vio ni oyó el preciso crepitar de huesos, o respiró en el viento algún olor a miradas que flameaban en la gran indiferencia minuciosa de las cosas. Ese día que nunca habrá de ser un solo día, sino al contrario y desatada una ardua y sinuosa eternidad a escala humana, que es decir a flor de piel su hielo y adentro en las entrañas su lenta y rigurosa desazón, no concede a la ausencia contrahecha o a la muerte sucia el reposo del olvido. Porque en el horror que retuerce las letras de sus nombres –Acteal, Atenco, San Fernando, Tlalaya, Ayotzinapa y muchos más apenas estos años en esta geografía–, no hay una simple coyuntura de azar y de infortunio que los salve en la inmensa coartada del destino. No son un accidente, un sismo incalculable, una repentina anomalía o un nimio desatino impredecible en el algún bucólico sosiego de los días, y en las parcas verdades de la historia no caben en la punta ubicua e inasible de un instante, de un momento aciago –como concede intocable y pulcro en su arenga sudorosa la iletrada investidura del poder–, pero al cabo imponderable y que habrá de superarse con no se sabe qué resignación ajena a la justicia. Los crímenes de Estado, de la barbarie y la estulticia que son aquí y en todo el mundo, en el alma de los vivos que lúcidos insisten en la vida, no prescriben, no clausuran su presencia. Cuán oscura e incurable pequeñez hay en reducir entonces a un instante ante los padres la ausencia de sus hijos. Y cuán siniestro es su cinismo en el poder.