Ante lo de Atenco

Espejismos: ¿un mega-aeropuerto
para una mega-ciudad?

Jean Robert

EL 3 de octubre 2013, el Diario Oficial de la Federación publicó el nuevo proyecto de urbanismo aprobado por el presidente Peña Nieto bajo el nombre de Megalópolis. Por el momento, anuncia el Diario Oficial, se limitará a conducir una política ambiental articulada retomando experiencias internacionales exitosas (en vez de inspirarse en experiencias históricas de la región de los lagos).

Definición corta de la palabra megalópolis: grupo de municipios que interactúan entre sí alrededor de una ciudad principal. La “megalópolis” proyectada es el área que comprende el Distrito Federal más los municipios de las zonas metropolitanas de los estados limítrofes. Comprendería unos 200 municipios. Pero, ¿quién decide si conviene fusionar estos pueblos en una sola mega-ciudad? ¿Los mismos pueblos? ¿Los urbanistas que toman “decisiones desde arriba”? Pero, ¿qué es un urbanista? Hay dos respuestas a esta pregunta.

1. Un urbanista hegemónico es un arquitecto, un sociólogo, un funcionario o un político que sueña que una ciudad se puede diseñar “desde arriba”, como se diseña un mueble. Para él, las personas tienen las mismas necesidades, en todos los tiempos y en todas partes. Es urbanista quien pretende conocer el catálogo universal de estas necesidades y el modo “científico” de satisfacerlas. Pero entre más grande, más “mega” un proyecto, más abstracta, menos humana es la “satisfacción de las necesidades”. En los megaproyectos urbanos, ya no se mencionan gente, comunidades o barrios, sino población, equipamientos con sus funciones, zonificación e infraestructuras de circulación. La gran ciudad se ha transformado en un gigantesco sistema cuyos requerimientos han eclipsado las necesidades de la gente. ¿Quién decide en este sistema? En una mega-ciudad o megalópolis, los ciudadanos tienen que desaparecer como tales y reducirse a masa anónima, a movimientos controlados de población, a datos estadísticos sobre consumidores potenciales. 

Los urbanistas hegemónicos —los que diseñan “desde arriba”—  se equivocan, porque no entienden que una ciudad no es un artefacto semejante a una silla o una casa. ¿Quién hizo la ciudad de México? La pregunta tiene tan poco sentido como preguntar ¿quién hizo la lengua española? La lengua española la hicieron todos los que la hablaron y la siguen hablando. La ciudad de México, la hicieron los que la habitaron. El urbanismo hegemónico se empeña en destruir la capacidad innata de la gente de definir colectivamente la forma de su ciudad; entre mayor la escala de los proyectos, mayor es la destrucción. El urbanismo hegemónico —dominante, oficial— niega esta capacidad innata de “hacer ciudad”.


Foto: Emily Pederson

2. Hay otra forma de concebir el urbanismo. Según esta segunda acepción, el urbanismo sería la definición de límites políticos que protegerían las habilidades elementales de la gente de “hacer ciudad” caminando por las calles, encontrándose, conversando, concertándose y hasta construyendo. Este segundo tipo de urbanismo, no protagónico, de personas a la vez modestas y realistas, lo he encontrado en una veintena de autores que no hacen grandes proyectos, sino que expresan sus ideas claramente, por la palabra dicha y escrita, o en su asociación con los habitantes de los barrios. Muchos de estos urbanistas, de pocas chambas pero de buenas ideas, son mexicanos. 

Tratemos de esbozar una muy breve historia del urbanismo hegemónico en la época moderna. A mediados del siglo XIX, el prefecto de París, el barón Haussmann, abrió amplios bulevares a través del denso tejido de los barrios populares. Estas vías convergían hacia glorietas en cada una de las cuales pocas armas de fuego permitían controlar cinco o seis bulevares. Haussmann traducía en urbanismo la megalomanía del dirigente de entonces, un presidente que, después de un auto-golpe de Estado, se había proclamado Emperador y, de paso, había pretendido imponer otro Emperador a México. Napoleón III —así se llamaba— quería transformar París en la metrópolis del mundo. Con él inicia un urbanismo donde el pueblo es el enemigo interior contra él que hay que usar armas inicialmente destinadas a detener el enemigo exterior. Se ha dicho erróneamente que Haussmann preveía la era del automóvil. En realidad, pasará mucho más de medio siglo antes de que los carros llenaran las calles. A mediados del siglo XIX, el urbanismo de la “metrópolis del mundo” cumplió dos fines: controlar al pueblo y  entregar todo el espacio urbano a la especulación suprimiendo las hortalizas urbanas en las que, antes de 1850, París había producido sus propias verduras; ahora, las verduras llegaban del campo en las estaciones de ferrocarril interconectadas por los bulevares y se podían trastornar todos los usos del suelo. El presidente-emperador fue apoyado por todos los especuladores.

Después de la Segunda Guerra Mundial, con la invasión de las calles por vehículos motorizados, los requerimientos de la circulación tomaron precedencia sobre la voluntad imperial de control del pueblo de las calles, ahora disciplinado con más eficacia por las leyes de la circulación y los tiempos de transporte obligatorio que por el miedo a las armas. Las infraestructuras son más eficaces que las ametralladoras para controlar al pueblo. En las grandes ciudades, la accesibilidad a los predios por los vehículos de motor determina en gran parte sus precios, así que, manipulando las vías, se manipulan esos precios y los usos del suelo. El precio que los ciudadanos pagan por el crecimiento de su ciudad es que tienen que desplazarse cada día más lejos para ir al trabajo, de compras o a divertirse. Mientras están ocupados en desplazarse, dejan el campo libre para que cada vez más decisiones se tomen arriba.

Desde hace unos diez años, en las mega-ciudades, los requerimientos del tráfico vehicular y la posibilidad de expulsar a los más pobres mediante la subida de los valores prediales ya no son suficientes para disciplinar al pueblo urbano y quitarle las ganas de volver a “hacer ciudad”. La gente empieza a retomar calles y plazas y a enfrentar las “fuerzas del orden”. En todas partes, se introdujeron desde arriba sistemas de vigilancia cuya justificación es la seguridad del individuo aislado, separado de toda comunidad; la función verdadera de estas infraestructuras es imponer una nueva forma de poder, el poder por las infraestructuras que determinan los espacios y los tiempos propios de la ciudad. Pero con ello crece un descontento que es más fácil expresar en actos violentos que en argumentos políticos.

El proyecto de mega-aeropuerto en la región de Atenco-Texcoco se inscribe en esta lógica. Me limitaré a un sólo comentario: si se construye, eliminará grandes extensiones de tierra cultivable y los conocimientos correspondientes, en las puertas de una de las mayores ciudades del mundo. Me parece una receta para hambrunas por venir .

Jean Robert, urbanista y arquitecto alternativo de origen suizo, es mexicano por elección. Pensador que construye, desde Morelos conoce México mejor que muchos que se dicen mexicanos. Su obra amplía y continúa las visiones que compartieran Ivan Illich, él y todo un grupo de amigos dedicados a la crítica de la deshabilitación progresiva de las capacidades humanas —impuesta por el capitalismo mediante la industrialización del pensamiento y la existencia.