Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 1 de febrero de 2015 Num: 1039

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Volcanes grises en el
Museo León Trotsky

Verónica Volkow

Una semblanza
de Silvio Zavala

Enrique Florescano

El brindis del proemio
Orlando Ortiz

Los últimos surrealistas
Lauri García Dueñas entrevista con Ludwing Zeller y Susana Wald

Juan Goytisolo
a la intemperie

Adolfo Castañón

Juan Goytisolo:
literatura nómada
a contracorriente

Xabier F. Coronado

El eterno retorno
del sol

Norma Ávila Jiménez

Un cuaderno de 1944
Takis Sinópoulos

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Jorge Moch
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Twitter: @JorgeMoch

Del síndrome del carrazo

No son pocos los alardes detestables de la prepotencia en México. El odio de clases se ha exacerbado desde todos los rincones de la colectividad, particularmente los más alejados de sí, y acuñó todo un léxico del desprecio que ha ido cambiando de acuerdo al decorado y la tecnología. Ostentar riquezas suele ser una faceta de ese desprecio y el abanico de epítetos se vuelve un muestrario de las épocas. Del dominio ibérico hasta la Independencia y del afrancesamiento de la burguesía porfirista salieron los que hicieron de la palabra “indio” una contradictoria variante del menosprecio. Con caricaturescos adjetivos crueles: desharrapado por harapiento y marginado de la moda y esa paparrucha que el esnobismo llama hoy fashion o trendy; patarrajada porque en insufrible miseria un par de zapatos sería no sólo un artículo incosteable, sino exótico a la vestimenta tradicional indígena. De ese racismo absurdo nació raudo el clasismo ahora variopinto aunque con denominadores comunes: el desprecio, la mofa, la vergüenza entre quienes creen que negar raíces humildes equivale a subir efectivamente peldaños en la escalera, y por desgracia no sólo vigente sino acendrado en el metalenguaje que se origina en términos como “chairo”, espetado desde la pequeña burguesía oficialista hacia todo lo que aspire a movimiento popular, o “yúnior”, “lady” o “mirrey” desde gruesos sectores populares hacia quienes aparenten, presuman o tengan dinero y con dinero poder. El “roto desgraciado” del pópulo chilango de las décadas de los cuarenta, cincuenta, sesenta y setenta se convirtió en el “chico ibero” y “niña fresa”. El peladito se convirtió en cholo. Las palabras cambiaron pero la tirria ha seguido siendo la misma, porque si bien la historicidad de la problemática social en México es inmensa, se la puede reducir con algún maniqueísmo a sucinta combinación de corrupción radicular que ramifica en un todo que niega consuetudinariamente la justa distribución de la riqueza. Por las razones que se quiera y tan ancestrales como la Conquista misma. Poco ha caminado socialmente el México de los encomenderos al de las señoras clasemedieras que a sus empleadas domésticas les dan vasos de plástico distintos a los que usa la familia de la casa. El mismo obispo altanero de la Colonia que despreciaba pordioseros hoy pontifica que las desapariciones forzadas –de pobres– han de colmarse con resignación.


Ilustración de Serre

Yo nací en la década de 1960 y antes del horror de Tlatelolco. Se suponía que México “se alivianaba”, pero no: las taras del desprecio social estaban vigentes como siempre. Por eso tuvieron éxito las telenovelas donde la redención de la sufrida protagonista se realiza cuando el muchacho de la familia rica le pone casa y nombre. Según me cuentan, en los cuarenta y cincuenta la televisión, es decir, el aparato televisor en sí, era una demostración de éxito en la vida. Tenía televisión solamente la élite o el rico del barrio. Aunque en realidad la programación fuera escueta y una porquería (hoy sigue siendo una porquería, pero de abundancia sobrecogedora). Hoy una pantalla plana y curva de 85 pulgadas sigue siendo sinónimo de “sáquese, muerto de hambre”, pero nada se compara a la concepción implícita que los mexicanos le damos al automóvil, en parte por nuestras propias deficiencias en un sistema de jerarquías y valores francamente envilecido, pero también porque somos una esponja absorbente de la cultura consumista de las potencias mundiales y los vecinos pobretones de aquella que hace del auto, por cierto, toda una subcultura hermanada con el fanatismo patriotero y el religioso.

Por eso ver en un crucero cómo el dueño del Audi lujoso se pasa por los destos el derecho de paso de peatones y otros automovilistas es todo un caso para analizar la subversión de un inconsciente apaleado por la vida. Por eso ver a Raúl Salinas bajarse de un BMW futurista y de costo estratosférico en un acto de página de sociales deja sabor de cobre en la boca de todos los que pagamos, con impuestos de muchos años, las centenas de millones de dólares que se dice que le timó al presupuesto cuando su hermanito hacía y deshacía peor que ahora.

Claude Serre, el genial caricaturista francés, lo expuso de manera harto más sintética que las cerca de mil palabras regadas aquí: muchos hombres de los que compran –y peor, con dinero mal habido– un súper deportivo no manejan un auto: van montados en su propio pene. El que imaginan tener. El que compraron con dinero que guardan en Suiza en cuentas secretas.

Bajo un nombre falso.