Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 25 de enero de 2015 Num: 1038

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Ayotzinapa
y el drogadicto
que vende armas

Víctor Manuel Mendiola

Cinco vistas
del Monte Fuji

Alberto Blanco

Décimas
Ricardo Yáñez

Emmanuel Carballo
y la autobiografía

Vilma Fuentes

Albert Camus,
el exilio en casa

Juan Manuel Roca

La tercera independencia
de América Latina

Gustavo Ogarrio

Tomás Montero Torres:
el presente es
pasado aún

Sergio Gómez Montero

Leer

Columnas:
Galería
Ricardo Guzmán Wolffer
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Ana García Bergua

Frío

Un amigo canadiense fallecido, al que mi esposo y yo extrañamos mucho, nos habló una vez desde Toronto, cerca de Navidad: ¿Cómo están? Con mucho frío, le respondí. No me creyó. Se estuvo carcajeando de mí durante un buen rato. Ustedes, ustedes of all people tienen frío, repetía, como si yo le hubiera dicho una cosa absurda. Me sentí, a los ojos del querido Dave, una hawaiana demente columpiándome entre dos palmeras. Pues aunque no lo creas, sí hace frío en Ciudad de México, en serio, le insistía yo a quien seguramente solía tener experiencias polares, como barrer la nieve que taponaba su entrada cada invierno o temer que se la cayera la nariz. Como no lo pude convencer, me eché la culpa, igual que hacen algunos locos: bueno, yo tengo frío (seguramente estoy mal), claro que no es el frío de Canadá. Luego hasta me quité el suéter un poco ofendida, pensando que a lo mejor tenía descompuesto el termostato, y me congelé, como era de esperarse. Pero lo cierto es que la gente viaja a lugares supuestamente fríos y sufre menos que en esta capital de la eterna negación (bueno, una vez fui a Quebec y cuando nos atacó una ráfaga de frío casi sentí que me moría del espanto). De hecho, el otro día vi una sentida queja en el Facebook, de una amiga que decía haber sufrido menos el frío en Islandia que en nuestra h. capital.

Se me hace que desde hace algunos años los chilangos vivimos convencidos de que este frío que sentimos es una alucinación nuestra, algo que no debería ser así (esto no es nada, se dice una, no seas melodramática; imagínate cómo estarán en Siberia, ponte la blusita de tirantes y deja de estar fregando). Nuestras casas no tienen calefacción y se les cuela el aire por todas partes, como si viviéramos en una calurosa provincia ideal. En nuestros barrios hay bonitos edificios coloniales construidos con gruesísimas paredes de piedra para asegurarnos una frescura a toda prueba, como la que necesitarían los congoleños o los duranguenses en el verano.  En el invierno, esos históricos y venerables muros son una fuente de catarros bien refrigerados y una verdadera tortura de origen virreinal. En el pasado no era así, piensa uno, esta ciudad era calurosa o tibia, o quizás hacía mucho viento. La verdad ya ni siquiera recuerdo en qué pasado fue que no padecí por el frío en el invierno. ¿Por qué los chilangos hacemos como que el frío no existe o se va a quitar en cinco minutos? En su columna de Milenio, Jordi Soler decía que los defeños negamos el frío, pero uno se congela en estas calles. Y es verdad.

Por eso nuestra ciudad es la del calor fantasma, la del aire helado que se instala para hacer como que no está. Aquí el frío es como la corrupción, campa a sus anchas, convencido de que nadie hará nada por construir de otras maneras, todos lo terminarán negando.  No es para tanto. Total, te pones otro suéter, dicen. Y muchos, en cuanto ven el sol, salen a la calle en camiseta. Luego regresan y te dicen: afuera hace un calorón; eso sí, a la sombra te congelas. Van años en los que sucede lo mismo, además de que nos enfermamos. Y cuando se nos llega a pasar por la cabeza la idea de instalar una calefacción a la europea o a la gringa, empezamos con los reparos: nombre, imagínate sellarlo todo para que el calor no se escape, un trabajal. O: tendríamos que abrir las paredes y meter unas tuberías por las que corra agua caliente, ¿te imaginas?  (y uno ve claritito en su mente el departamento destruido, todos frotándose las manos enguantadas en la sala, en medio de las ruinas, alrededor de un anafre, con el desenlace fatal de la familia intoxicada). O: ¿te imaginas lo que gastaríamos de gas? Es que esta ciudad no tiene infraestructura. Y entonces optamos por el calefactor de oferta en el súper, que durará dos meses y se descompondrá. Al año siguiente diremos: no importa, aquí no hace tanto frío, imagínate en Finlandia.

Yo prefiero el frío, dice mucha gente, porque te tapas y se te quita, en cambio el calor es espantoso. Eso pensamos mientras nos ponemos el suéter, el abrigo, el gorro y la bufanda para entrar a su hogar, cuando a nuestra humilde vivienda no le pega ni un poquito de sol. Pero yo he visto gente dormir con chamarra aquí en su casa. Es más, hay días en que he dormido con abrigo y dos suéteres, para qué les cuento la vergüenza. Hasta mi gato, que es bastante peludo,  se congela. Cuando los calcetines comienzan a ser tan importantes que uno hasta piensa en ellos, es que algo anda muy mal.