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El artista es uno de los tres ganadores del premio de adquisición de la 16 Bienal Tamayo

Miguel Ángel Vega pinta con una pasión casi obsesiva por el lienzo y el color

Alejado del hiperrealismo, afirma en entrevista que cuando crea sólo busca atmósferas

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En la imagen, Campo de fuerza, óleo sobre lienzoFoto cortesía del artista
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En la imagen, un autorretrato.Foto cortesía del artista
 
Periódico La Jornada
Lunes 19 de enero de 2015, p. 9

De la música y el video, Miguel Ángel Vega (Guadalajara, 1982) saltó a la escultura, para anidar y echar raíces en la pintura, espacio donde habita con maestría e intensidad desde los 18 años de edad.

Su gusto innato por el dibujo, aunado a su pasión por el arte y a la dedicación casi obsesiva con la que expresa sus ideas en sus lienzos, lo colocó muy pronto en el mercado: sus primeros cuadros los comenzó a vender apenas un año después de haber ingresado a la universidad donde recibió sus primeras clases profesionales de artes plásticas.

No se trata de un prodigio, sino de un muchacho cuyo pincel se mueve con una única y sencilla, pero poderosa motivación: el placer. Así narra el artista, quien suma ya 10 años de carrera en la pintura y en 2014, por primera vez, se animó a participar en un certamen, el cual ganó: ni más ni menos que uno de los tres premios de adquisición de la 16 Bienal Tamayo.

La obra que encantó al jurado se titula Golden doll 1 y muestra a una mujer envuelta en papel celofán, en un estilo que muchos espectadores identificaron como hiperrealismo. Pero Vega lo rechaza de inmediato: “Mi intención no es seguir esa corriente, ni me considero hiperralista, ¡no, no! La pieza con la que gané es una de muchas que conforman la serie La Colección, que inicié en 2006 y que recién terminé. No se cuántos cuadros son, quizá más de 30”, señala en entrevista con La Jornada.

A la par de La Colección, Vega realiza otras series, que surgen de preocupaciones que se antojan filosóficas: el culto al empaque en la sociedad contemporánea, la sublimación de la figura femenina, los objetos exitosos que después se desechan, los juguetes rotos y abandonados que adquieren valores nostálgicos.

Es mucho trabajo, es cierto, añade, “pero así soy, intermitente, hago un cuadro de una serie, luego me paso al lienzo de otra. Cuando trabajo rostros no estoy pensando ser hiperrealista, esa no es la intención, busco atmósferas. Por ejemplo, a los cuadros de La Colección los trato como si estuviera pintando paisaje, con referencias a los colores, veo manchas, puntos, líneas, la composición. No me fijo en que hay un rostro que debe tener la ceja perfecta.

Quiero que funcione la pintura, es decir, que si se pudiera omitir la imagen del lienzo y sólo quedaran los colores, que fuera un buen cuadro, aunque no representara nada. Así planteo cada obra. A lo mejor eso no es tan evidente, pero mirando el cuadro de cerca se notan partes donde casi no hay pintura, en otras hay empaste, otras hechas con espátula o con brocha. Esos detalles quizá son insignificantes, ¡pero disfruto tanto el proceso!

Lenguaje y diálogo

Es así como Miguel Ángel ha llegado a trabajar hasta en ocho cuadros al mismo tiempo, iniciando a las siete de la mañana y terminando al anochecer, con la convicción de que “si una imagen a veces por si sola es poderosa, al formar parte de una narrativa hay un diálogo y se puede generar un lenguaje más claro que hace a la obra, en su conjunto, más potente.

Todas estas ideas que plasmo en mis cuadros son como una tesis que llevo a la pintura, experimentos, para ver qué tan reales son mis premisas. Luego, me hago más y más preguntas, y surgen antítesis. No sé a dónde me va a llevar esto, pero sí estoy seguro de que me causa un profundo placer.

Una muestra del trabajo de Miguel Ángel