Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 21 de diciembre de 2014 Num: 1033

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Ciencia bajo el puente
Manuel Martínez Morales

La Babel de las siglas
Vilma Fuentes

Felipe la boa
Guillermo Samperio

De nuevo Operación Masacre
Luis Guillermo Ibarra

Artículo 84
Javier Bustillos Zamorano

México hoy:
necropolítica e identidad

Ricardo Guzmán Wolffer

En el taller
de Cuauhnáhuac

Ricardo Venegas entrevista con Hernán Lara Zavala

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Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Cinexcusas
Luis Tovar


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Jorge Moch
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Enredos de las redes: Trol, trolecito (II DE III)

Trolear significa molestar. Acosar, hostigar, insultar en las redes –trol es en español un neologismo derivado del inglés troll, a su vez herencia de las mitologías escandinavas medievales de territorios de la Europa septentrional como Suecia, Dinamarca y Noruega, y las tradiciones orales nórdicas y eslavas, donde el troll se conocía con varias acepciones, a saber si provenía del subsuelo o de la montaña o si se convertía en piedra al exponerse al sol, etcétera (un ser mítico, humanoide, malvado, conocido como Jötunheimr). La figura variopinta del troll fue luego retomada a finales del xix y principios del xx como personaje idóneo para libros de cuentos de hadas ilustrados por artistas como John Bauer y Theodor Kittelsen. Siendo tradicionalmente zafio, servidor del mal y perpetrador de malas acciones que le compliquen la vida a la gente (podía desde esconderles los aperos de labranza hasta devorar aldeanos), su acepción moderna, aunque en culturas ecuatoriales como la nuestra quizá quedaría mejor la personificación del “chaneque”, es ideal para aquellas personas que dedican su tiempo a enchincharle la vida al prójimo.

En México buena parte del troleo en las redes sociales se inserta en esa especie de guerra civil de opiniones políticas que ha convertido a plataformas de comunicación simultánea como Twitter o Facebook en auténticas arenas de combate. El troleo puede adoptar varias formas e intensidades, desde el hostigamiento burlón que pretende ridiculizar cualquier opinión –particularmente aquellas que cuestionan o a su vez ridiculizan a un funcionario público o a un estamento gubernamental–, hasta el insulto agresivo, profusamente vulgar, llegando a las amenazas, que en México constituyen delito. Quienes escribimos en medios de comunicación somos a menudo blanco del troleo (conocí de cerca ese deporte cibernético de la mala leche cuando hace unos meses en esta columna cuestioné el empleo clasista y deprecativo de la palabra “chairo”).

Una de las características, aunque no condicionante, de un trol en las redes es que busca esconder su verdadera identidad, actuar desde el anonimato, particularmente cuando sus ataques son virulentos y parecen obedecer a una agenda política de silenciamiento o acoso a periodistas, líderes sociales de oposición al gobierno o activistas políticos, aunque también del lado de la oposición y el activismo social hay troleo y, lamentablemente, también escondido detrás de identidades falsas. Se puede, sin embargo, trolear a alguien, someterlo a una cauda de comentarios mordaces o insultarlo y eso sin esconder el nombre propio, pero por regla general quien trolea a conciencia suele hacerlo desde el anonimato, lo cual a algunos no deja de parecernos un evidente rasgo de cobardía.

Sin querer generalizar, me atrevo a decir que la mayoría de quienes somos usuarios de las redes sociales hemos troleado o hemos sido troleados en algún momento. Y está bien, es parte del juego de exponer ideas o críticas o simples comentarios banales en una palestra pública y viva como son las redes hoy. El asunto del troleo adquiere sin embargo tufo a aparato represor cuando es dirigido desde algún tipo de centro neurálgico. Y eso es precisamente lo que hace la Nomenklatura priísta cuando lanza a sus operadores a golpear tendencias en las redes porque son molestas o incómodas al régimen o, insisto, para callar las voces de la disidencia que, por cierto, no recuerdo que hubieran sumado tantas de los más variados orígenes y aun de ideologías antagónicas, como con los reclamos ya internacionales de la renuncia de Enrique Peña Nieto a partir del clamor genuino de justicia para los estudiantes secuestrados y desaparecidos en Guerrero, pero también en muchos rincones de esta geografía mancillada por la violencia, la idiotez, la corrupción y una indolencia ya inaceptable.

Al trol, empero, es fácil neutralizarlo. Basta bloquear la cuenta de quien nos hostiga para que, aunque haga pataleos y berrinches reclamando que se lo censure y enarbolando el discurso imbécil de que se le troncha la libre expresión –trolecitos, entiendan, la negativa a tener que soportar sus exhibiciones de odio y rabia no es censura, es simple sentido común ante la estupidez– se elimine el asunto. Las plataformas de las redes tienen además recursos de ayuda y soporte técnico para reportar amenazas o insultos reiterados, y cuando comprueban ese comportamiento abusivo, cancelan la cuenta.

Y eso sí funciona. Se calla el trol y se desvanece en su anhelada anonimia.

(Continuará)