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Un aroma inconfundible de mujer
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Periódico La Jornada
Sábado 15 de noviembre de 2014, p. a16

Nubes, sueños y sirenas.

De entre la quietud nacen sonidos apacibles.

Un señor de nombre David Gilmour alumbra el umbral umbrío con imbricaciones lubricadas en almíbar, mirra y miel.

Sentado y con los ojos cerrados, un señor de nombre Richard Wright emulsifica la poción con anotaciones puntuales en teclados.

A ellos se une, en acompasado diapasón, un señor de nombre Nick Mason, quien convierte los tambores en violas d’amore merced al suave discurrir de melodías, cantos, contracantos, inusuales en un instrumento percusivo.

He aquí el final.

Termina la era Pink Floyd.

A partir de ahora no habrá más que testimonios en grabaciones como la que desde hace unos días nos mantienen en ensueño: The Endless River, el disco póstumo de una de las bandas que cambiaron el devenir de la historia.

Los dos cortes iniciales de este álbum prodigioso aparecen en realidad como una meditación profunda y elevada.

Sin proponérselo, el escucha se percata de repente que la noción de tiempo, espacio y relieve desaparecieron para abrir paso a un flujo interminable (endless river) de nubes, sueños y sirenas.

Ojos cerrados, el escucha percibe claramente el delicado tremar de todas las partículas orgánicas que conforman el universo animado. Escucha, sumergido en una paz de eternidad, el sereno sonido del relámpago.

Disco póstumo por razones varias. Así como la era Led Zeppelin terminó cuando el percusionista John Bonhamm abandonó el plano físico, Pink Floyd terminó de morir cuando el tecladista Rick Wright expiró, 23 años después de la separación de Roger Waters, el poeta que meció la cuna durante los 14 años en los que dirigió al grupo, luego de que el verdadero fundador del prodigio y concepto Floyd, Syd Barrett (1946-2006) abandonara el mundo de la razón y la cordura para convertirse en el diamante en bruto (crazy diamond) que inspiró toda la producción del grupo, más allá de toda anécdota. Desde el lado oscuro de la luna, Barrett nos barre con la mirada y se vuelve a morir de la risa.

Endless river, el nuevo disco de Pink Floyd y que será ya el póstumo, data en realidad de hace 20 años.

Nació de la convivencia, en una casa junto a un río (endless river) de tres hermanos músicos que no compartieron apellido sino algo mejor: la vida, elegida entre ellos para ser vivida juntos.

En esa casa junto al río vivieron semanas enteras para grabar The Division Bell, un álbum con el tema de la comunicación entre las personas, y su contraparte: la incomunicación, el ignorar al otro, el desprecio y el diálogo como solución.

De hecho el nuevo disco, Endless river, termina con una pieza que no cupo en The Division Bell: Louder than words (Más alto que las palabras, Más fuerte que las palabras, Decir más que las palabras), creación de Polly Samson, la mujer de David Gilmour. Hay en esa pieza versos que no tienen desperdicio: la suma de nuestras partes (no es albur, je) y enseguida: el latir de nuestros corazones/ dice más que las palabras.

El mayor encanto de las obras de arte es su imperfección.

¿Cuáles son los desperfectos de Endless river?

Para empezar, el uso del sax resulta en un anacronismo craso. La época en que ese instrumento entronizaba pasajes épicos (The Rolling Stones con Bobby Keys, por ejemplo) ya fructificó en clásicos que no envejecen.

No es el caso de Endless river, donde sencillamente no hace falta ni el sax ni la canción como elementos de un todo que ya era perfecto y su aparición solamente hace más evidente su ineficacia, su no necesidad de estar aquí, en este disco destinado a la posteridad.

Endless river es un disco que pertenece a la categoría de lo clásico: aquello atemporal, emblemático, representativo de una época, un momento, un hito de la humanidad.

Porque la música de Pink Floyd es como el aroma de una persona. Se ponga loción, perfume, se bañe, no se bañe, se vista, se desvista, siempre sabremos quién es esa persona.

La música de Pink Floyd es un aroma inconfundible de mujer.

No hace falta más que la guitarra de Gilmour, quien por cierto toca el bajo, en un claro gesto de respeto al bajista original de Pink Floyd, Roger Waters, y cuando Gilmour está muy atareado, entra al quite como bajista Bob Ezrin, ¡el productor!

No hace falta, decía, más que la guitarra de Gilmour, la batería sinestésica de Mason, los teclados magistrales de Wright (logra momentos de éxtasis, a lo Olivier Messiaen), para crear una música alquímicamente pura, en el más transparente de los formatos: el cuarteto de cuerdas vienés, una de las debilidades de Waters.

Las obras clásicas tienen también el encanto de las paradojas: el mejor disco de Pink Floyd en este momento, sábado 15 de noviembre de 2014, es Endless river. Ya mañana pensaremos diferente, como lo previó Heráclito: nadie se baña dos veces en el mismo río interminable.

El arte de la caja que contiene esta música es de una coherencia que eriza la piel: en la portada, Caronte transporta el alma de Rick Wright, de Pink Floyd, de todos nosotros y en la contraportada, luego del ladrido triple de Cerbero, la barca fúnebre, que navega aún sobre nubes, ya está vacía.

En el flujo interminable de la existencia, el nuevo-viejo-clásico disco de Pink Floyd, Endless river, suena con la misma serena intensidad del relámpago.

¡How I wish you where here!

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