Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 26 de octubre de 2014 Num: 1025

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Antonio Cisneros
como cronista

Marco Antonio Campos

Los amores de Elenita
Paula Mónaco Felipe entrevista
con Elena Poniatowska

Retrato de Dylan Thomas
Edgar Aguilar

En mi oficio o ceñudo arte
Dylan Thomas

Presencia y desaparición
del mundo maya

Vilma Fuentes

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Francisco Torres Córdova
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Resistencia del silencio

La plaza quieta después de la violencia y la quietud en emergencia cada día. Los muros pardos y mudos y el asfalto brillante y resbaloso. Macilenta la luz de las mañanas y un manto de metales en la noche. La violencia encumbrada, sorda y bruta y lisa, uniformada y ostentosa, con fuero y con insignias, y también la desnuda y oronda en las calles, sudando las puertas de las casas, con relumbres de riqueza su miseria y dueña y señora de la ausencia que cunde en su presencia, dispuesta y disponible a todo siempre y cada vez como si nada. El silencio que levanta no se quita, no se lava, nada lima sus aristas y manchas. Las palabras no lo llenan, la rabia, el espanto y el reclamo, el grito y la protesta no lo aquietan. Es un ojo sin bordes en el aire, una ampolla de hiel que prospera en la memoria. Y uno o una, que es cualquiera que es alguien todavía, persona apenas en tiempos inhumanos muy lejos de las bestias y muy cerca del espejo ondulado de la historia, respira ese vacío que rasga el alfabeto y lo mutila, que clausura sus vocales, descoyunta sus alientos y socava sus sentidos. No lo alcanzan las palabras, su abundancia de desierto las aturde, su peso sin fisuras las asfixia. Las deja solas, atrapadas en un tartamudeo de alma y pensamiento. Y sin embargo, uno o una, maestra o panadero, hermano, hija, padre o campesino, ingeniero, arquitecto, obrero, médico o dentista, se lo lleva a casa puesto en la mirada, en la comisura de los labios; lo trae en la planta de los pies, en el eco de los pasos, bajo las uñas y en las palmas de las manos, en el temblor azuloso de la entraña, y poco a poco lo decanta, lo regresa a su semilla, a la materia inicial que acuñó en los sentidos la vasta inteligencia de la letra. Y entonces se imbrica en la fibras de la voz y de la lengua, vigila en el centro y a la orilla los discursos y promesas de pulcros oradores que invocan glorias y mandatos con la boca rebosante de advertencias y castigos; no se encandila con sus graves argumentos y salivas perfumadas. No cede, no atempera su carga en la conciencia, no entrega su sólido sentido primitivo a los ruidosos dominios del absurdo y tampoco se dispersa en la espiral de humos y cenizas. Se conserva y acendra en la sombra fecunda de las cosas y se deja tocar por su aspereza, pule los huesos que sostienen el paso de los días y abre surcos en la lengua sin palabras. Porque en este país cada vez con menos geografía habla la muerte dolosa y enferma, y resuenan las cínicas monedas del pacto del poder con el horror, este silencio insiste y se preserva, desmonta la impotencia regada de la sangre y le devuelve el calor de un nombre a las yemas de los dedos en el fondo de una fosa, y a la boca contrahecha su modo de morder el pan o de beber el agua. Es lúcido y severo. No calla y tampoco vocifera. Ya no es el silencio de la ruina o la derrota. Es una resistencia que talla de nuevo un alfabeto.