Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 26 de octubre de 2014 Num: 1025

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Antonio Cisneros
como cronista

Marco Antonio Campos

Los amores de Elenita
Paula Mónaco Felipe entrevista
con Elena Poniatowska

Retrato de Dylan Thomas
Edgar Aguilar

En mi oficio o ceñudo arte
Dylan Thomas

Presencia y desaparición
del mundo maya

Vilma Fuentes

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Columnas:
Bitácora bifronte
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Bemol Sostenido
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Enrique López Aguilar

Anotaciones marginales al salmo XVII, de Quevedo

He conocido personas cuyo comportamiento como lectores resulta aparentemente extravagante. Pienso en el gusto de algunos lectores de novela policíaca y me topo con sorpresas como las siguientes: se deciden a leer una magnífica novela de Luis Márquez, Al abrirse el cielo, ambientada en Ciudad de México y basada en hechos reales ocurridos en Azcapotzalco a mediados de los años ochenta. Los comentarios suelen ser: “la novela es muy buena, pero la primera escena es impresionante”, “la novela te atrapa, pero es muy brutal”, “tiene un ritmo cinematográfico, deberían hacer una película con ella, pero no la pude terminar porque es muy cruda” y cosas por el estilo: siempre hay un pero.

Esos mismos lectores leen la trilogía Millennium, de Larsson, y la fascinación recorre cuanto epíteto elogioso se pueda imaginar: “magnífica”, “seductora”, “qué personajes”, “lástima que el autor murió, yo seguiría leyendo todo lo que hiciera” y cosas por el estilo: nunca hay un pero.

De compararse la crudeza de Al abrirse el cielo con la de Millennium, me parece que las redes de prostitución, la tortura, los asesinatos y la misoginia descritos por Larsson a lo largo de mil 200 páginas, hacen palidecer a las 398 de Márquez, donde sólo ocurre un asesinato y se describen las técnicas de persuasión empleadas por la policía mexicana para encontrar o fabricar culpables (descritos con minuciosidad psicológica mediante sus acciones); en ambas, además, los mecanismos de suspenso se encuentran espléndidamente trabajados.

En ese momento dejo de entender: ambas novelas son atroces y describen entornos sociales precisos (el sueco y el mexicano); en ambas hay asesinos y asesinados, se cuestiona la transparencia de los métodos policíacos y hay víctimas laterales como consecuencia de los actos cruentos narrados en ellas. Al margen de la calidad inherente a cada autor y del gusto literario, ¿qué pasó con los lectores?

Al hacer la indagación, aparece el meollo del asunto: “es que la novela de Larsson está ambientada en Suecia”, “es que no me gusta imaginar que todas esas cosas horribles sucedan en la colonia Del Valle”, “a lo mejor es que en una todo pasa en un lugar muy remoto y en la otra sientes como pisadas en el techo”, “ya sé que existe mierda en el mundo, pero no tengo por qué mirar la cloaca”. ¡Pácatelas! Eso es, exactamente. Si una acción violenta ocurre lejos, es tema legible, interesante y digno de comentario; si ocurre cerca, provoca esa reacción infantil de taparse los ojos frente a una escena desagradable.

Estoy hablando de literatura. Dicen que cuando las discusiones acerca de la situación política francesa decimonónica llegaban a un punto sin solución, Balzac decía: “Si no podemos cambiar el mundo, hablemos de literatura.” Ahora es al revés. Después de hablar de literatura, pasemos al mundo, a ese: “Miré los muros de la patria mía,/ si un tiempo fuertes ya desmoronados…” (prefiero la versión publicada por Quevedo en El Parnaso español que la incluida en los Salmos). No me refiero, con la cita quevedesca, a la nostalgia por un pasado priísta, ni panista, ni porfirista, sino a ese inevitable desmoronamiento producido por la violencia. Y no me refiero sólo a la violencia practicada por el narco, el ejército, la policía y los partidos políticos, sino también a la de la Iglesia y sus prácticas pedófilas, al impío asesinato de María del Rosario Fuentes Rubio (tuitera que defendía valores esenciales de orden cívico y cuya muerte fue filmada a la manera de las ejecuciones del Islam y del cine snuff), me refiero al bullying escolar y a Ayotzinapa y a la violencia que también está en la colonia Del Valle, aunque algunos no quieran verla contada en una novela.

Percibo cuatro actitudes frente a la violencia: el escapismo (“mejor veo la violencia que hay en la franja de Gaza”), el cerrar los ojos (“no oigo, no oigo, soy de palo…”), la indignación informada y la indignación participativa. Los productores de intimidación prefieren y fomentan las dos primeras y, para el caso de las dos segundas, ejercen el apotegma “mata a uno y aterrorizarás a mil”. Lo que jamás podré entender es esa espiral donde se involucran políticos, narcos, uniformados y ensotanados, depredadores de todo su entorno, ignorada deliberadamente no por sus beneficiarios, sino por sus potenciales víctimas.

Óscar Wilde dijo: “No hay peor esclavo que el que lame sus cadenas.” Por lo pronto, me corresponde coincidir con Quevedo: “[…] y no hallé cosa en que poner los ojos/ que no fuese recuerdo de la muerte.”