Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 19 de octubre de 2014 Num: 1024

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La Teoría de la
Gravedad Extendida y
el bestiario cósmico

Norma Ávila Jiménez

1914-2014: cien años
de intensidad

Enrique Héctor González

De rocanrol y
otras marginalidades

Porfirio Miguel Hernández Cabrera
entrevista con Carlos Arellano

Jack Kerouac, realidad
y percepción literaria

Xabier F. Coronado

Marosa di Giorgio
diez años después

Alejandro Michelena

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Degradación “chistosa”

Para don Manuel Carrillo

Nunca va a admitir ninguno de los socios o propietarios de los consorcios televisivos en México su responsabilidad en la degradación sostenida, paulatina y aparentemente suicida de nuestra sociedad, esta sociedad que parecería condenada una y otra vez al fracaso. Pero han sido los medios masivos los grandes responsables de algunas de las más lamentables facetas de nuestra idiosincrasia. La de la derrota, la del conformismo, la de millones de sumisos, de bobos, de enajenados. Son los grandes consorcios de los medios en buena parte tan o más responsables que los mediocres funcionarios que han pasado por tantos gobiernos igualmente mediocres, omisos o deliberadamente criminales en ese lamentable ahondamiento de inmensas lagunas en la cultura colectiva y popular donde escasean el talento o la vocación artística y campean en cambio la estulticia, la vulgaridad y la franca, desnuda idiotez. Han lanzado los grandes poderes fácticos desde hace mucho sus avatares, sus paradigmas, sus embajadores disfrazados de lo pintoresco, de lo cómico, de lo galán o simpático: fachadas, monigotes, esperpentos. Marionetas que resultaron en los hechos a lo largo del tiempo tan eficaces en el arte de la distracción de los grandes intereses nacionales que las finas corbatas han llegado incluso al atrevimiento soez, sin importarles un bledo las consecuencias de ese desaseo institucional que ya vivimos encarnizadamente, de poner uno de sus juguetes en Palacio Nacional. A jugar que gobierna. Y ya preparan en el sureste, se dice, al que podría ser el sucesor monigote, con idéntica telenovela romántica incluida en el primoroso pero nefasto montaje.

Los ídolos en México no son de barro, sino de pixeles. Podríamos creer que alguno de esos sucesos mediáticos tuvo éxito por azar, por simple preferencia del público, pero que una y otra vez surjan en la palestra figurines que van de Pedro Infante –cuando en lugar de la televisión colegía el cine la moda, la sensiblería y hasta el habla popular– a Luis Miguel o de Cantinflas a el Vítor, exhibe la obviedad de una estrategia diferenciada y deliberada que apunta a nichos socioeconómicos propicios por su pobreza, marginación o ignorancia, lo que ya de suyo se inserta en el diseño de una planeación estratégica, clasista, manipulada desde la oligarquía. Baste recordar los bastante recientes y vergonzantes episodios de telenovelas y bodrios parecidos –en programación tanto de Televisa como de TV Azteca– en que los diálogos de los personajes, de suyo acartonados y sosos, salpicaron además de verborrea laudatoria a las imposiciones contrarreformistas del gobierno de Enrique Peña Nieto, porque llevan en el doblez agazapados los intereses de lucro del barón Azcárraga o el clan Salinas y sus respectivos socios de siempre, más los que sumen del extranjero en la inminente ola de saqueo de la riqueza energética nacional. La preceptiva de la cupular avaricia desfondada convertida en guión de telenovela, vaya.

A diferencia de las televisiones de otros países, incluso orientadas como Televisa o TV Azteca a nada más que al lucro –allí grandes consorcios estadunidenses o la RAI italiana, o televisoras de esquema híbrido como la bbc inglesa, la Deutche Welle de Alemania, TV5 en Francia o Antena 3 de España, y desde luego a diferencia de televisoras socialmente comprometidas, como la televisión nacional de Canadá– los consorcios mexicanos no solamente no se atienen a un organismo regulador por parte del Estado, porque el Estado sencillamente no existe en los hechos, o no existe para esos consorcios. El Estado, como el autócrata de la novela, son ellos. Ellos disponen funcionarios, mueven legisladores que cabildean para sus oficinas particulares; hacen o destruyen figuritas de lentejuela y oropel, construyen festivales, ferias, conciertos o carnavales o los dinamitan cuando les suponen competencia. Hacen y deshacen.

Parecería que el hombre propone y las televisoras –y los bancos, y las tiendas departamentales, y las mineras, y los especuladores urbanos– disponen.

Y aunque han degradado tanto la cultura colectiva que encontramos “chistoso” a un imbécil que titula su programa Cien mexicanos dijieron o a una ebria sucia como la Chupitos o escarbamos risa en los malos estribillos repetidos miles de veces de Chabelo, el Chavo del Ocho o cualquiera de los estereotipos inflados de Eugenio Derbez, la gente reirá, celebrará sus chistes, sus ridiculeces y obscenidades.

Mientras los jefes cuentan, encerrados a piedra y lodo, el dinero.