Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 5 de octubre de 2014 Num: 1022

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El alimento: la liga del
migrante con su origen

Felipe González

Tamales cotidianos
y de fiesta

Daniel Becerra, Ruth Juárez
y Aleyda Aguirre

Las alumbradas, una
tradición subvertida
por la violencia

José A. Campos

Lo único que me pueden quitar es la vida
María Bravo

Las panochas calentanas
Raquel Rodríguez Estrada

Un guisandero apreciado

Tierra Caliente:
identidad y arte culinario

Aleyda Aguirre Rodríguez

Sangre de iguana
para vivir más años

Las cifras de la guerra

La danza de los viejitos:
resistencia y dignidad

Margarita Godínez

Leer

Columnas:
Galería
Ricardo Guzmán Wolffer
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Ana García Bergua

El bebé de Peggy, la pistola de Chéjov y el Titanic

Me disculparán, pero yo estoy muy intrigada por la última temporada de la serie Mad Men, la cual, según se anunció, veremos el año próximo. No sólo estoy intrigada, sino casi, casi, preocupada por el hijo de Peggy Olsen. Verán ustedes: esa Peggy Olsen tuvo un bebé de un compañero de oficina, Pete, que está casado y es un machito. Peggy no sabe que está embarazada, aunque engorda lo que se dice mucho; un buen día se siente mal, va al hospital y zas, no sólo le avisan que está esperando sino que se tiene que quedar a parir. Después, cuando le presentan a su bebé, ella vuelve el rostro con amarga indiferencia y poco después sabemos que se lo da a su hermana para poder continuar en su ascenso como copywriter publicitaria, algo novedoso para la época, pues la serie, como el mundo entero sabe, se sitúa en los años sesenta. El asunto es que, conforme avanza la historia, poco se sabe del bebé de Peggy; la trama, en lo que a ella atañe, se va centrando cada vez más en su vida profesional, en unos tiempos en que las mujeres tuvieron que abrirse camino con uñas y dientes en eso que se llamaba el mundo laboral. De manera que el personaje de Peggy, al igual que el del protagonista de la serie, Don Draper, es muy interesante y está lleno de sorpresas inteligentes, amén de que tiene grandes actores; de ahí que sea una serie extraordinaria en la que no se utiliza al bebé de Peggy ni para chantajearla a ella, ni para chantajear a Pete, el padre, como sería previsible. Simplemente se muestra como la difícil decisión de una joven, en un momento de cuestionamiento de los roles y enorme cambio social. Y sobra decir que toda esta historia me parece magnífica, pero sigo intranquila con la criatura: ¿jugará un papel importante al final? ¿Será como aquella pistola de Chéjov que en los cursos de dramaturgia se pone como ejemplo de que todo elemento que aparece en una obra debe cumplir una función y por lo tanto servirá para cerrar la trama de algún modo? (“Si en el primer acto tienes una pistola colgada de la pared, entonces en el siguiente capítulo debe ser disparada. Si no, no la pongas ahí”, dice la Wikipedia que dijo Chéjov en una conversación que anotó el historiador Ilia Gurliand, por ahí de 1913). El bebé de Peggy no ha servido para lo que suelen servir los recursos del melodrama, pero al igual que la pistola de Chéjov, espera a ser disparada. Si no la utilizan y acaba la serie, habrá una revolución en mi cabeza: ¿qué irán a hacer?


Poster de Mad Men

Y es que estamos acostumbrados a ciertas formas narrativas, más aun cuando se trata de series de televisión. De alguna manera seguimos alimentando nuestra doble vida de espectadores de ficción con las expectativas de la narración decimonónica y cuando las historias están bien hechas y son realmente poderosas nos involucramos con los personajes. Por ejemplo, la serie Titanic, sangre y acero que terminó el domingo antepasado (bueno, terminó hace años, igual que la temporada seis de Mad Men, pero nuestro subdesarrollo incluye la imposibilidad de ver algunas series cuando se estrenan, quiero decir legalmente): todos los personajes cuyas vidas, trabajos y desdichas hemos presenciado a lo largo de varios capítulos, se suben al Titanic y ahí acaba todo. El buque parte, majestuoso, directo al iceberg, como un condenado al cadalso. Y ya sabemos que se va a hundir; el problema es que yo, ilusa, necesitaba saber quién de ellos sobreviviría. Mi esposo me decía: son personajes ficticios, eso no importa, lo más seguro es que todos se mueren en el Titanic… o no, es lo mismo porque no existen. Y a continuación, para tranquilizarme, buscaba la cantidad de sobrevivientes del trasatlántico, casi todos mujeres y niños, y un caballero a quien el deshonor de no morirse con los otros lo persiguió siempre (esa sería una buena historia: el sobreviviente vergonzante del Titanic, el que aceptó un sitio y se salvó, mientras los demás caballeros se quedaron a fumar melancólicamente su puro final y los músicos, ya lo sabemos, tocaban sin parar). Gracias a esa información salvé en mi cabeza a algunas mujeres de la serie y a un caballero (les aviso que otros murieron trágicamente), pero me dormí con un profundo sentimiento de insatisfacción: ¿cómo era posible convivir a lo largo de varios capítulos con unas personas y, al final, echarlas a un cajón oscuro (o al agua helada), como cuando deshacemos el rompecabezas y lo guardamos?

La ficción es cruel…