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La Sinfonía de la Eternidad
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Periódico La Jornada
Sábado 4 de octubre de 2014, p. a16

Inacabado es todo aquello que no tiene fin. No está acabado. Está inconcluso. Sinfín. Y si la obra se titula Inconclusa, como la Sinfonía 8 de Schubert, es sinónima de Sinfonía Eterna o, más: Sinfonía de la Eternidad.

Anton Bruckner (1824-1896) no alcanzó a terminar su Sinfonía 9, signo cabalístico que los numerólogos defendieron del pesimismo, pues significa lo contrario al sino que atribuyeron a los sinfonistas que morían al llegar al 9 en el número de sus sinfonías (Bee-thoven, Schubert, el elusivo Mahler, et al) y así su monumento noveno es conocido también como la Sinfonía Inconclusa.

Claudio Abbado (1933-2014) realizó en repetidas ocasiones conciertos consistentes en dos sinfo-nías: las inconclusas de Schubert y Bruckner. La última de esas ocasiones en que juntó las dos inconclusas ocurrió en Lucerna, Suiza, la noche del 26 de agosto de 2013, cuando dejó constancia de su transfiguración hacia la eternidad, pues falleció apenas cinco meses después (http://goo.gl/4pxUro) de haber dejado una de las grabaciones discográficas más bellas de la historia, la de la Sinfonía de la Eternidad (el título es mío, los demás le llaman Sinfonía Inconclusa) de Anton Bruckner, que esplende ahora en los anaqueles de novedades discográficas.

Claudio Abbado está a la batuta de una de sus dos últimas orquestas, que él creó con los cimientos de la camaradería y la amistad (la otra fue la orquesta juvenil Mozart, que desarticuló semanas antes de morir, sapiente de su destino): la Orquesta del Festival de Lucerna, Suiza.

El lugar de la despedida: el interior de un gran violín, pues así diseñó el arquitecto Jean Nouvell la sala de conciertos de Lucerna: mientras los magnates le pidieron un buque estacionado en el lago, él optó, sin decirlo, por un instrumento musical, pues eso y no otra cosa es una sala de conciertos: un instrumento musical.

Una manera de dimensionar el impacto estético de esta sinfonía consiste en recordar una de las escenas climáticas del filme, por cierto póstumo, Saraband (2003), donde Ingmar Bergman (1918-2007) vuelve a juntar a Liv Ulmann y Erland Josephson, sus personajes, 30 años después de que se separaron, de Escenas de un matrimonio (1973), cuando Johan entra en el dormitorio que fue conyugal, se sienta frente al tocadiscos y escucha la Novena Sinfonía de Bruckner, mientras la cámara se aleja y se aposenta en el umbral de la habitación, en el típico distanciamiento brechtiano que cultivó el cineasta sueco.

La intensidad de la Novena de Bruckner alcanza niveles de incandescencia, sobre todo en el movimiento final, donde en apariencia no sucede nada (como en los filmes de Bergman) pero todo acaece, hierve, crepita, aúlla en su interior.

Otra manera de medir el alto impacto estético y pleno de significados de la Novena de Bruckner es observar la foto final del envoltorio del disco compacto: una fotografía donde vemos a Claudio (no nos permitía decirle maestro Abbado, simplemente decía: para ustedes soy Claudio) caminar hacia la puerta de salida, luego de dejar guindadas en la eternidad las últimas notas, lentas y suaves, lentas y profundas, del Adagio. Langsam, feierlich (Adagio. Lento, encendido), un poema-despedida similar al que adoptaría como modelo, años adelante, el mejor alumno de Anton Bruckner: Gustav Mahler (1860-1911), quien a su vez se despidió de este plano terrenal en La Canción de la Tierra con otra melodía infinita (neverending, inconclusa, inacabada) mientras la contralto hace brotar de sus labios rocío en la palabra, repetida suavemente: Ebig. Ebig. Ebig. Eternamente.

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