Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 28 de septiembre de 2014 Num: 1021

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Difícil no me es...
Ricardo Yáñez

Nuno Júdice,
a pedra do poema

Juan Manuel Roca

Laguna larga
Gaspar Aguilera Díaz

La sátira política:
actualidad de
Aristófanes

Fernando Nieto Mesa

László Passuth,
el cronista insólito

Edith Muharay M.

El ALMA sonora
del Universo

Norma Ávila Jiménez

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Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
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La Jornada Semanal

 
Juan Manuel Roca

Hay, a lo largo de toda la poesía moderna, una constante del poema que se informa a sí mismo.

Antes que con un interlocutor real o con el interlocutor ideal que es el “ilustre  desconocido”, según el aserto de Aldo Pellegrini, el poeta conversa con la página virgen, aunque se sienta inquieto y no pocas veces amedrentado por la indiferente mudez del papel.

En esto corre la duda mallarmeana de que las cosas existen en sí mismas y que sólo podemos establecer, de manera analógica, sus secretas relaciones, unos lenguajes que migran de la rugosidad de una pared, de una leyenda escrita en un muro, de una calle invernal de Lisboa o de una pintura o una gestualidad, de los ademanes humanos que a veces tienen una vocación de ramas y que se instalan como Pedro por su casa, hacia el poema.

Así ocurre con buena parte de la obra de Nuno Júdice.

Algunas voces nacen del cuerpo amado, gestan un abecedario o un silabario amoroso. Cuando el poeta nos dice sin alardes que “Las palabras más bellas son las que nacen/ de tu cuerpo: cabellos, labios, hombros, senos,/ aún el vientre, y lo que entre los muslos esconde” (poema “El diccionario”), uno puede colegir que sin decirlo también podría estar hablando de la poesía, de la musa que casi siempre esconde bajo el vientre su más bello y seminal secreto: sólo quien conoce la clave abrirá de par en par su hermético sésamo.


Fotos: poemsfromtheportuguese.org

A lo largo de la obra de Nuno Júdice de manera personal me suscitan gran interés y más deleite los poemas que se insertan en esa vertiente, a veces crítica, a veces amorosa y siempre meditativa del poema que reflexiona sobre la poesía y que lo hace desde unos puentes que logra tender entre la realidad y la ficción, entre el verso elusivo y la prosa argumental.

“Lo que importa es decir lo que de otro modo no puede ser dicho”, sentencia Júdice en su poema “Respuesta con arte poética”, en una aspiración por lo esencial, por la búsqueda de la palabra perdida en los grandes pajares del lenguaje.

El poeta funciona como una suerte de espantapárrafos, de avisado e impertinente espantador de falsos trinos que ahuyenta voces falseadas, y que no trata el lenguaje como si las palabras fueran aves de paso, pájaros equivocados de lugar en el espeso bosque del habla.

Es, de nuevo, la invitación a dudar de la poesía que se construye con letras pero que se queda a orillas del sentido.

No en balde en su “Conversación con la musa” su aspiración es al diálogo fecundo, al ascetismo de la lengua, a un paradójico anhelo de que el poema, aun estando levantado con palabras, aspire al silencio o, al menos, al tono elusivo: “Quiero que estos versos queden mudos/ cuando te miren llegar,/ y tú seas la poesía de su canto.”

Difícilmente se puede decir algo más bello y rotundo sobre la inspiradora de un poema.

La poesía parecería ser entonces, como lo expresara Paul Valéry, lo que logra “desembarazar a la historia de la literatura de una cantidad de hechos accesorios, y de detalles o de entretenimientos que no tienen que ver con los problemas esenciales del arte, sino más bien con relaciones totalmente arbitrarias y sin consecuencias”.

Una vez más quisiera insistir en que hay en los versos de A pedra do poema, como en cada uno de los libros de este autor, un arte poética hecha de manera natural, no como un mero asunto programático. Me resulta, en su mejor acepción, paradójico que exaltando lo sublime Nuno Júdice no tema entrelazar lo cotidiano.

Creo que esto señalado anteriormente lo logra por vías de la claridad y por negarse a “remover las aguas para parecer profundo”, como dijera el clásico. De allí el ámbito cenital que propicia su poesía.

Es allí, en la frecuencia de la sencillez, que no de la simplicidad, donde logra un espacio original. Sin abandonar una pulsión lírica, el poeta se ve envuelto en “la mortaja de la niebla” pero también se arropa en las palabras sin alcurnia, en las palabras limosneras, menesterosas, que algunos poetas no quisieran ver ni siquiera merodeando alrededor de las grandes catedrales del lenguaje.

Júdice busca revivir palabras muertas u olvidadas, darles respiración boca a boca, encontrar lo que se esconde tras de ellas: “Me gustan las palabras exactas, las que aciertan/ en el centro de las cosas, y cuando las encuentro/ es como si las cosas saliesen de dentro de ellas”, manifiesta en un bello poema titulado “El lugar de las cosas”. Y esas palabras designan piedras y troncos o espejos quebrados que acaso multipliquen la visión de sus tardes.

Podría decirse que este poeta de diversos y rigurosos registros atiende al célebre procedimiento del viejo escultor italiano, alguien que sabía de sobra que entre un bloque de mármol en bruto puede esconderse un prisionero, como su portentoso David. Fue al encuentro de la piedra con su cincel como pudo liberar al rey escondido, logrando sacarlo del cepo o del presidio de una gran masa de Carrara.

Creo, también, que es su anhelo poético que lo que quede sean “los nombres de las cosas, para que las cosas/ salgan del interior de él y las podamos ver en su sitio”. (“El lugar de las cosas”).

No es otra cosa que una conciencia de la materia de los objetos, así no sean pétreos sino verbales.

Hay en todo esto una mirada minimalista, como puede seguirse en su “Composición con botella y flores”. Allí, una simple y humilde botella en la que a lo mejor bebió agua Giorgio Morandi, le sirve de cristal para la limpidez del verso, para sentir que el mundo de la luz puede proyectarse aún desde una naturaleza muerta.

Pasan por las páginas de este libro las “suites inglesas de Bach” con movimientos que van desde un paisaje con banderas de niebla junto a un río, hasta la descripción abstracta de una movilidad de “faldas con el viento”; un viajero sigue con los dedos el mapa por el cuál transita en autobús, como si sus yemas pudieran ir más rápido que el auto; un domingo cierra sus tiendas pero puede entrar sin embargo a casa del poeta para esconderse de sí mismo, de su propio tiempo ralentizado y calcáreo, como es el de todos los domingos bostezantes de la tierra.

También las bellas muchachas de provincia que guardan secretos tanto en el alma como en la cartera, entran sin permiso al café de la evocación y más tarde al poema. Nuno Júdice ve “sus rostros en el espejo de la memoria”, mientras limpia “el vidrio para verlas mejor”, más allá del tiempo que todo lo empaña.

No pide permiso para auscultarlas desde el cristal. Afirma Sabine Melchior-Bonnet en su Historia del espejo que en éste “opera la mediación entre el sueño y la realidad. Ofrece al encuentro con el otro un espacio virtual ficticio, en el que se representa un argumento imaginario. Puede tratarse del espejo del tímido, del mirón o incluso del espía, quienes contemplan de reojo con su ayuda un secreto que no les concierne”.

Pero al poeta, habría que decirlo, todo le atañe. Y se lo agradecemos, pues nos trae al libro y por tanto a la casa unas muchachas discretas que van al café y guardan un pequeño y grande secreto en su bolso.

Me parece que A pedra do poema opera como un gran almacén de imágenes, de ritmos y silencios de cuño muy personales para volver a repetir, como un mantra, que “lo que importa es decir lo que de otro modo no puede ser dicho”.