Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 28 de septiembre de 2014 Num: 1021

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Difícil no me es...
Ricardo Yáñez

Nuno Júdice,
a pedra do poema

Juan Manuel Roca

Laguna larga
Gaspar Aguilera Díaz

La sátira política:
actualidad de
Aristófanes

Fernando Nieto Mesa

László Passuth,
el cronista insólito

Edith Muharay M.

El ALMA sonora
del Universo

Norma Ávila Jiménez

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Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
L. T.
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Cinexcusas
Luis Tovar


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Francisco Torres Córdova
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Los poros de la piedra

No sólo de los grandes hechos y desastres de la vida en su momento más cimero, y no pocas veces sí del hueco imperceptible o la minucia invisible y silenciosa; tampoco siempre y sin fisuras de lo sublime o misterioso, sino también de la textura rugosa de lo nimio sin memoria, sin historia que contar o que le cuenten, vienen además las palabras del poema. No sólo de las honduras del dolor y sus ramajes, o del vértigo de la distancia en años luz que aparta corazones o galaxias, y sí de la presencia llana de las cosas que algo saben y sólo lo revelan en reposo, sin relieve, altura y trascendencia de árboles y soles, agua o tierra por ejemplo; de las cosas que suceden sin ojos que las miren, asentadas en su propio clima milenario, sin famas que retumben en el alma o aturdan la conciencia con estruendos, también llegan las palabras del poema. Ahí, en las orillas de la nada que destella oscuridad y anonimato, en el rincón que guardan los objetos en sí mismos, en el íntimo estupor de las personas al pasar y sorprenderse en un reflejo del tiempo en el espejo, se abren paso las palabras comunes de una lengua y ocurre a veces el espacio del poema. El canto del cuchillo y no su filo; el sudor rojizo del horno y no el pan que dilata su milagro; los poros de la piedra y no el mortero que tritura la semilla; un grumo de tinta en una de las páginas de un libro venerado; la muesca de los días en la quilla de la nave de Odiseo; el zumbido de cansancio en sus oídos y no la desnudez de su regreso. Se requiere, claro, una mirada oblicua y tenaz, sabia en humildes paradojas; una inteligencia rigurosa y juguetona que tome en serio lo que no importa en apariencia, y que desgrane la apariencia y conozca el peso y el sabor de sus silencios y materias. Porque es ahí, donde el mundo sedimenta sus glorias, sus muchos alborotos y miserias, y destila la historia los detalles más modestos que al final sustentan el poder de sus mentiras y la verdad de sus vergüenzas, que un poeta supo de pronto y hace tiempo que al lado, atrás o en el envés del Alguien que somos o al menos pretendemos, hay un Nadie que asoma el perfil de su vacío y medita nuestro nombre, esa palabra tan nuestra que al cabo se hace polvo en el aliento: “Soy uno que fue,/ El que anda a lomo del aire./ Alguien puede sopesarme como a un leve/ Pájaro en el cuenco de su mano./ No podrá adivinar mi oscura genealogía,/ Porque el paso del rey/ Bajo la capa pluvial de sus ropajes/ O el peso liviano del mendigo, se deshacen / para darme nacimiento./ Toda la andadura, la armazón de sus huesos,/ Sólo era un puñado de barro que vigila./ Y no porque la mucama agite su plumero,/ Su manojo de pájaros muertos/ Sobre la multitud de mis lechos,/ Dejo de existir en mi largo silencio./ Soy uno que fue,/ Soy el polvo, el sin cuerpo/ Que anda de puntillas en el aire.” (“Monólogo del polvo”, fragmento, Juan Manuel Roca.)