Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 21 de septiembre de 2014 Num: 1020

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Cartas de Juan
de la Cabada a
José Mancisidor

Las Crónicas
parisienses
de
Alfonso Reyes

Vilma Fuentes

Martín Chambi, un
fotógrafo fundamental

Hugo José Suárez

Homenaje póstumo

Nicanor Parra,
un siglo de humor

José Ángel Leyva

¿Quién le teme a
Sigmund Freud?

Antonio Valle

Con ustedes,
los Rolling Stones...

Juan Puga

Leer

Columnas:
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Ricardo Guzmán Wolffer
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Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
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Jorge Moch
Prosaismos
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La Jornada Semanal

 
Acusado e imperdonable
Antonio Valle

Collage digital de Marga Peña

Existen obras universales que explican los motivos por los que algunos pueblos y civilizaciones han vivido en la gracia o en la desgracia. Por ejemplo, en la Biblia se habla de regiones y períodos idílicos maravillosos pero también de ciclos de inmensa pesadumbre. Otro libro, igualmente traducido a muchas lenguas, es Don Quijote, cuyo personaje enloquecido tal vez le haya servido a millones de seres alienados. De esa materia literaria –humana, demasiado humana– en la que muchos hemos abrevado –y de la que seguimos hablado hasta el cansancio– en realidad sólo poca gente tiene (para la dimensión del problema de salud mental) alguna idea de su importancia ética, cultural y espiritual. Por aquí y por allá se citan versos del Génesis, del Cantar de los cantares o del Apocalipsis, de la misma forma que se aclama al Caballero delirante que no deja de vagar por La Mancha apoyado por la metáfora de Dulcinea entre aparecidos, espejos y molinos. Si de por sí toda cita es sacada de contexto, como dice Derrida, las opiniones caprichosas suelen fatigarnos hasta el cansancio. Lo mismo sucede con la obra de Sigmund Freud, que asediada por el lugar común ha devenido en una especie de manual de chistes y desprestigio. Tal vez por eso todos los diablos, pobres o ricos, ortodoxos y conversos, fieles, ateos o apóstatas, estériles y fecundos, malditos o sublimes; es decir, prácticamente todos los hombres y mujeres de la tierra en algún momento de nuestra maravillosa o depresiva existencia, hemos sentido el temor que nos provocan los libros de Freud y sus vislumbres abismales. Las feministas, por ejemplo, lo acusan de falócrata irredento; los judíos de laxo ante religiones cercanas o lejanas; artistas y escritores de reduccionista (además de que –dicen– suele recurrir a sistemas fantasiosos de interpretación poco ortodoxa); algunos psiquiatras sádicos –a los que les quitó buena parte de la chamba– no lo bajan de embustero. Por su parte, los psicólogos conductistas y los abundantes terapeutas de la new age lo acusan de ser adicto a las complicaciones de las profundidades; los “curas” (y otros administradores religiosos) lo aborrecen por haber inventado un “maleficio” lleno de “pulsiones” llamado psicoanálisis; y por supuesto, los maestros de la guerra –como los define Neil Young en una canción piadosa– lo acusan de exponer descaradamente sus negocios vinculados a instintos asesinos; mientras que algunos sectores pacifistas lo incriminan de impiedad por asegurar que pulsiones violentas son consustanciales a la especie humana.

Es increíble la cantidad de grupos y personas de procedencia antagónica e incompatible que, desde distintas realidades psíquicas, profesionales, políticas o culturales, intuyen –o se saben cuestionados y aludidos– por la obra de un hombre al que, ¡oh, paradoxa extrema!, no le perdonamos haber estudiado, sistematizado y revelado los problemas de la mente para ayudar a una humanidad que ha sufrido horrores múltiples per saecula saeculorum.

¿Servirá de algo todavía recordar que el maestro Freud, gracias a las lecturas de Darwin y de Goethe, decidió dedicarse a la medicina y estudiar el sistema nervioso? ¿Que algunos de sus pacientes sufrían debido a cierto tipo de dolencias que tenían que ver más con su historia moral, ética y sexual que con el funcionamiento de sus intestinos? Freud pudo darse cuenta de que fueron los poetas románticos alemanes quienes, en sus poemas, daban testimonio de una especie de caja de Pandora escondida en alguna zona psíquica. Entonces, como hoy, algunos médicos y autoridades sanitarias descalificaron sus hallazgos, reclamándole por atreverse a sostener y a publicar semejantes “disparates”; por ejemplo, abordar temas tan escabrosos como la histeria masculina, enfermedad emocional que hasta entonces era patrimonio exclusivo de las mujeres. Freud sólo contaba con la “electroterapia” –especie de engañifa para ingenuos que sigue aplicándose– y con la hipnosis, técnica que empleó para explorar y definir algunos de los síntomas que bullían en el inconsciente. Sin embargo, ante la indiferencia de sus colegas, se dio a la tarea de explorar en su propio inconsciente.

Literatura y psicoanálisis

Se dice que los griegos inventaron los mitos por un exceso de salud. Fue en ese mundo perdido y plagado de referentes hermenéuticos donde Freud encontró las primeras claves con las que fundó el psicoanálisis. Ya en el prólogo de La interpretación de los sueños, publicado en 1911, el maestro de las profundidades escribe que muy pronto habrían de vincularse, todavía de manera más estrecha y radical, la poesía, los mitos, los usos –o ciencias– del lenguaje y el folclor, para tratar las relaciones del sueño con las alteraciones mentales. Otto Rank, uno de sus más brillantes colaboradores, en una edición subsecuente dio a conocer los ensayos “Sueño y poesía” y “Sueño y mito”, en los que demostró que lo sueños no sólo eran caprichos –o verdaderas obras de la ars poetica romántica–  sino una materia densa pero plena de sentido. En El mito del nacimiento del héroe, el mismo Otto Rank aplicó el método psicoanalítico para analizar, entre otras historias tanto oficiales como underground, las vidas de Moisés, Edipo, Paris y Jesús, destacando la importancia que tenía abordar la novela familiar para acceder a los complejos entramados en los que se debatían los pacientes afectados por padecimientos emocionales. 

Una intervención onírica

Para explorar las motivaciones profundas que yo mismo tengo con respecto a este texto, me permito mostrar algunos elementos de la técnica de Freud, para, como suele decirse ahora, intervenir al mismo y así ejemplificar con un sueño el proceso de escritura del argumento que ahora tiene frente a sus ojos. Voy a ubicar dicha “intervención” a partir de la noche en que me fue solicitado que escribiera esta vaina sobre Freud. Por la preocupación que me provoca escribir sobre el tema esa noche tuve el siguiente sueño:

“Frente a mí se extiende el mar en calma. El color de las aguas es idéntico al de los ojos de mi padre. Camino entre un tío que ha muerto recientemente y su esposa. También nos acompaña un extraño personaje tan pálido que parece salido de ultratumba. Nos introducimos en una insólita sala de cine que edificaron bajo el mar. Como la película que proyectan es para niños, abandono la sala acompañado por el ‘muerto viviente’. Hablamos de la asombrosa arquitectura que diseñaron para edificar esta Atlántida ondulante. Acto seguido, encuentro una salida que da a la plaza central donde se halla la escultura de un barco realizada por Francisco Corzas. Me maravillan las estructuras rojas que sostienen a la magnífica ciudad.”

Dice Freud que es conveniente descomponer al sueño en sus elementos para pesquisar el trasfondo y descubrir así su sentido y, enseguida, avanzar a través de una cadena de asociaciones libres. 1) Recuerdo la vivencia nimia que detonó este sueño, cuando por la noche mi esposa me habló de La isla de la pasión en la que un pirata escondió un tesoro. 2) El hecho de que mi padre se llame Francisco tiene que ver con que el barco restaurado fuera diseñado por Francisco Corzas, pintor mexicano autor de Los trashumantes. 3) El hecho de negarme a ver un filme para niños que ya he visto varias veces se relaciona, por un lado, con la ansiedad que me provoca caer en los lugares comunes al escribir el texto (que quizá sólo apreciaría un público infantil), y por otro con el hecho de que, como mi tía acaba de iniciar un proceso terapéutico para elaborar su duelo, y como yo la he acompañado a sus primeras sesiones psicoanalíticas, he pensado abandonar esa terapia para dedicarme a escribir este breve ensayo. 4) Me doy cuenta de que el muerto viviente es idéntico a Robert Smith, líder del grupo The Cure (La Cura). Curiosamente, esa noche “posteé” en Facebook una fotografía de Robert en la que escribí: “Personaje que debió inventar e.a. Poe. Como Orfeo, el poeta vuelve del inconsciente con su música para liberarnos.” 5) La razón por la que las aguas azuladas de mi inconsciente están en calma se debe a la cooperación que estableció “mi padre”, con el pintor Francis/co/Corzas. Por cierto, ahora me doy cuenta de que siempre he omitido decir que mi primer nombre es Francisco, cosa significativa porque gracias a la cooperación que establecí con mi padre “hemos” logrado restaurar la antigua embarcación que naufragó en la Isla de la pasión. Ese lugar, como toda isla, es un centro espiritual por excelencia y se encuentra –como el tesoro del trashumante– en el mismísimo corazón de la ciudad sostenida abajo por la Atlántida y arriba por poderosas estructuras fálicas color rojo de clara procedencia volcánica y erótica. 6) Gracias a la técnica de la libre asociación propuesta por el doctor Freud, descubro que garabateé estas notas sobre hojas sueltas que apoyé en la cubierta de una publicación ilustrada con un mapa del cabo de Buena Esperanza, cartografía que Guillaume le Testu dibujó hacia 1556, fecha todavía cercana al día en el que el emperador Moctezuma hizo traer a varios ciudadanos que habían soñado con casas flotantes frente a las costas de su imperio. Como los sueños de los ciudadanos aztecas le confirmaron que sus propias pesadillas y presagios hacían inevitable el “fin del mundo”, Moctezuma ii mandó a que los asesinaran en caliente. Seguramente en los días precedentes esos trágicos soñadores de México-Tenochtitlan tuvieron noticias del retorno de un dios antiguo y traicionado. Hasta aquí el sueño.

Postdata

El Icnocuícatl, o canto de huérfano o de angustia, fue el género poético más importante con el que se expresaron los antiguos mexicanos. Orfeo, además de ser hijo de Calíope, musa de la poesía épica, es el dios de las artes musicales. Robert Smith, Edgar Allan Poe y el mismo Orfeo –como algunos poetas románticos, oscuros y malditos– buscaron encontrar “la Cura” realizando increíbles viajes iniciáticos al inframundo (inconsciente), ya sea para recuperar a la madre, a la amante, a la virgen o a la musa –todas ellas imágenes reales o espectrales de lo femenino, lo ominoso o lo sagrado. La canción “Just like heaven”, de Robert Smith, de clara procedencia onírica, ilustra, al obligar a que fulgure esa imagen femenina fantasmal, toda la melancolía del romanticismo en estos versos: Muéstrame cómo haces ese truco; o: Abrí los ojos/ y me encontré a mí mismo…/ sobre el creciente mar que robó a la única chica que amé. Esta canción de Robert Smith, inspirada en un relato de Poe, es antítesis y paradigma de la aventura que tiene Dante en la Comedia, en la que gracias a los oficios de Beatriz el poeta sale bien librado de su recorrido por el inconsciente. La ausencia de la figura materna ha provocado –además de complejos y trastornos psíquicos de variada intensidad– la aparición de una miríada de poetas “solitarios”, de maestros de la lira, que experimentando el Icnocuícatl han creado relatos y figuras inolvidables de la gran literatura de todos los tiempos y de todos los lugares: Aurelia de Nerval, Catherine Earnshaw de Emily Brontë, Eurídice de Gluck, la madre de una parte sustancial de los poemas de Paul Celan, Lady Madeline de Poe (en la casa de Usher), la Yocasta del Edipo de Sófocles; Gertrudis y Ofelia de Shakespeare en Hamlet, La dama del lago del Rey Arturo, la Isolda de Tristán en la leyenda, y también en la ópera de Richard Wagner. Lo mismo sucede con el deseo sublimado de Don Quijote por Dulcinea del Toboso. Tendríamos que mencionar también a Bamby, a la madre de Oliver Twist de Charles Dickens, a Nadja, la paciente desquiciada de la novela autobiográfica de André Breton y, finalmente, a la inolvidable Suzanne de Leonard Cohen. Estas impresionantes figuras femeninas que viven y alimentan a la galaxia literaria, son la Matrix inconsciente y propiciatoria de la tragedia y la poesía, de la violencia y el psicoanálisis, de la comedia y de la cura.

Esta es sólo una de las múltiples vertientes que ha explorado el psicoanálisis ¿Es necesario seguir preguntando por qué diablos le tenemos tanto miedo a Sigmund Freud, o en el fondo todo se reduce a gozar del síntoma antes que a The Cure?