Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 31 de agosto de 2014 Num: 1017

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Una carta sobre
Menahem Begin (1948)

El asalto de lo extraño
Carlos Alfieri

El pecado de la risa
Vilma Fuentes

El Marruecos de
ellas: siete poetas contemporáneas

El ojo más grande
del mundo dirigido
al Universo

Norma Ávila Jiménez

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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Jorge Moch
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Por fin un México de veras en la tele

¡Cuatrocientos Cabezalcubos ya!
¡Muchas, muchas gracias, raza!

Sin hacer demérito de los encomiables (pero insuficientes) esfuerzos que se han hecho anteriormente –allí por ejemplo los intentos de la casa productora Argos por refundar el género de la telenovela, tan manoseado y envilecido por Televisa y TV Azteca– no recuerdo otro proyecto tan ambiciosamente realista, tan honesto en su narrativa visual y su argumentación como Crónica de castas, la serie –demasiado breve, resuelta finalmente en sólo nueve episodios de los trece propuestos inicialmente– producida por Ojo de Hacha Producciones, de Andrés Solano y concebida y dirigida y defendida hasta la extenuación, supongo, por Daniel Giménez Cacho, que se estrenó a finales de abril, concluyó en junio y afortunadamente está de nuevo corriendo al aire en Canal Once, del Instituto Politécnico Nacional que, con esta controvertida producción (se dice que no faltaron las toses incómodas, cejas y palmas alzadas de las buenas conciencias) se consolida como una de las mejores televisoras que hemos tenido en México, capaz de transmitir series que resulten incómodas, polémicas y simplemente fieles a la cruda realidad que vivimos millones de mexicanos en nuestras ciudades donde amor es amor, violencia es violencia y conviven heroísmo, impunidad y cobardía; el México de las boutiques y las narcotienditas, el de gente acomodada en barrios arbolados y lumpen de esquina barriobajera. El México donde nunca será lo mismo un bar que un centro botanero, o un colegio que una secundaria federal. Como obvia el título, Crónica de castas retrata en el entrecruzamiento de las historias que componen el variopinto mosaico de sus personajes, precisamente una estampa de las contradictorias maneras que tenemos de relacionarnos los mexicanos, con el desprecio clasista y el racismo siempre a flor de piel: el “diablero” zapoteco que es despreciado por la familia de la chava que le inflama el corazón, que a su vez forma parte del conglomerado tepiteño –un gran acierto de la serie es que transcurre en y desde Tepito como centro neurálgico de lo que podemos llamar “mexicanidad contemporánea”, o el “chilanguismo” más puro que es a su vez el crisol donde se mezclan todos los rincones del país: el cruel y verdadero destino donde muchas veces se estrellan los sueños de tantos habitantes del interior del país que migran a la gran capital, ese espejismo– donde el tendero desprecia a la vendedora indígena que desprecia al teporocho que desprecia al franelero que conoce los tejemanejes de la calle donde el policía judicial es efímero rey, porque muchas veces trabaja para el jefe de plaza que al final es un lacayo más del rey verdadero, el de corbata, camioneta blindada y dos coches de guaruras cuyo benjamín odioso, su yúnior, se sienta en esa cúspide falsa de poder y dinero para despreciar a todos los demás.

Muchos son los aciertos de Crónica de castas, sobre todo en el elenco, en sus magníficas actuaciones, en que se tuvo la asertividad necesaria para dejar atrás los vicios televisivos perpetuados por Televisa y TV Azteca, cuyas series narrativas nadan precisamente en clasismo y racismo estético, además de la estulticia lamentable de sus principescos argumentos de reciclado previsible, aburrido y consuetudinario, como vicio. Crónica de castas cuida mucho que sus personajes sean entonces creíbles, tanto en sus defectos como en sus virtudes, y obtienen invariablemente del televidente, que se las cree, inmediata empatía. Ese grupo actoral es estupendo; Harold Torres y Naian González sencillamente brillan y resulta muy estimulante encontrar en un personaje tan complejo como la gallega trasterrada Yolanda, de pasado turbulento y trágico, a una maravillosa Ángela Molina, la espléndida Anita Rossi de la serie de culto francesa La Commune.

El audio en exteriores quizá sea reprochable, porque a veces se pierden los diálogos escritos en el guión de Jimena Gallardo, impecables en su retrato del habla coloquial de barrio mexicano real, sin adornos, sin eufemismos y sin esa hipocresía característica de cualquier cosa que haga la televisión comercial en México.

Son deseables dos cosas para Crónica de castas: que tenga continuación aunque ya Giménez Cacho ha adelantado a la prensa que no habrá segunda temporada (¿porque se inflamó el callo de alguna buena conciencia en este país de hipócritas autoridades, Daniel?) y que sea exportada a otros mercados televisivos del mundo porque es de confección casi impecable y la mejor serie que se ha hecho en la televisión mexicana en toda su historia.