Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 31 de agosto de 2014 Num: 1017

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Una carta sobre
Menahem Begin (1948)

El asalto de lo extraño
Carlos Alfieri

El pecado de la risa
Vilma Fuentes

El Marruecos de
ellas: siete poetas contemporáneas

El ojo más grande
del mundo dirigido
al Universo

Norma Ávila Jiménez

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Cinexcusas
Luis Tovar


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Francisco Torres Córdova
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Una breve caricia

Para Maya

Las manos quietas, hundidas en un sueño sereno al despuntar la mañana, de uñas largas y finas, suave y pausado su pulso bajo la piel quebradiza, los nudillos pulidos por el roce y el peso de las pequeñas tareas que someten la furia inocente con que las cosas nos sitian, para que el polvo y sus vastas costumbres no crezcan su desorden y ruinas –tomar un lápiz y hacer las cuentas del mes, o escribir un nombre que será una carta que sería una batalla; extender una prenda y alisar sus arrugas y doblarla de nuevo con lealtad de familia; abrir la canasta de mimbre y hurgar en su entraña de objetos tal vez necesarios y sin duda todos rituales para el azar y el camino, y dejar muy despacio en sus bordes la hondura y el brillo de una forma de ser; encontrar a tientas el llavero y abrir una puerta y llegar a casa por fin; delinear los labios con pulso y temple a la mitad de un tumulto de coches y prisas; peinar a un hijo de cinco años, vestir a otro de tres; abrir un diccionario y señalar una a una las letras de una nueva palabra para engarzar en la lengua materna su viejo y reciente poder; consolar un dolor invisible en la frente, guardar el calor de una breve caricia, hacer un cuenco con ellas para lavarse la cara o beber, tejer un sosiego o una tristeza y en fin, lo mucho que saben del mundo con ella sus manos. Los dedos delgados, las falanges un poco deformes, ya sin anillos a no ser que vaya a salir, si fuera a salir. Manos dormidas, blancas y abiertas, de palmas pequeñas y estriadas como su frente y sus sienes, pero no como sus pies, menudos y lisos de niña a la orilla del tiempo que sigue de cerca su paso. La mañana que inicia resalta sus pliegues y disipa las sombras que no son de sus venas; perturba la luz la intimidad de sus años puestos al día. La derecha en el vientre, la izquierda en el pecho sobre las mantas aún olorosas a ella y a noche de lluvia. Afuera se evapora el sereno en los oscuros ladrillos del patio y en las grandes macetas se dispersa un rumor de raíces nocturnas. Poco a poco entorna los ojos y parece que mira. No despierta del todo. Está en el umbral de sí misma, en un duermevela que dilata la cima de toda su vida, la memoria sosiega en su bruma. Sus ojos no saben aún si miran el día, y tal vez titubeantes buscan el eco de la voz de un Antonio lejano de apellido Machado que a nosotros y a ella se acerca y pregunta al oído: “¿Y ha de morir contigo el mundo mago/ donde guarda el recuerdo/ los hálitos más puros de la vida,/ la blanca sombra del amor primero,/ la voz que fue a tu corazón, la mano/ que tú querías retener en sueños,/ y todos los amores/ que llegaron al alma, al hondo cielo?/ ¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo,/ la vieja vida en orden tuyo y nuevo?/ ¿Los yunques y crisoles de tu alma/ trabajan para el polvo y para el viento?” (Galerías, LXXVIII).

La vida dice que sí. Las palabras dicen que no.