16 de agosto de 2014     Número 83

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Del ritual al espectáculo


FOTO: Hernán García Crespo

Amparo Sevilla

El año pasado se cumplió una década de la creación de la Convención para la Salvaguarda del Patrimonio Cultural Inmaterial (PCI), de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). En publicaciones y discursos se reiteró que ha habido muchos logros y beneficios; sin embargo, es urgente evaluar el impacto que dichas declaratorias han tenido en las expresiones culturales que ahora se llaman “patrimonio de la humanidad”.

Realizar tal evaluación, además de analizar los procesos sociales suscitados por las declaratorias de la UNESCO en lo referente a las prácticas dancísticas y musicales, han sido parte de los objetivos del Seminario Permanente para la Salvaguarda del Patrimonio Musical de México, cuya sede se encuentra en la Dirección de Etnología y Antropología Social, perteneciente al Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). En este ámbito de interlocución académica participamos investigadores de diversas instituciones y disciplinas, lo que nos ha permitido generar una reflexión colectiva, de la cual me permito presentar en forma sintética algunos puntos relevantes.

El gobierno mexicano ha inscrito en la lista de Patrimonio Mundial correspondiente al PCI siete expresiones culturales, dos de las cuales son de carácter dancístico:La ceremonia ritual de los Voladores” y “Los Parachicos en la fiesta tradicional de enero de Chiapa de Corzo, Chiapas”; además de otras dos del ámbito musical: “La Pirekua, canto de los p’urhépecha de Michoacán” y “El Mariachi, música de cuerdas, canto y trompeta”.

Entre los procesos sociales derivados de dichas declaratorias hemos observado lo siguiente:

  • En los procedimientos marcados por la UNESCO y su implementación a nivel nacional se dan distintos niveles de exclusión social.

  • Los usos sociales de las manifestaciones culturales citadas están cada vez más determinados por la lógica del mercado, vía su explotación turística, y por la construcción de capitales políticos.

  • En el proceso de elaboración de los expedientes para las candidaturas correspondientes se generaron expectativas que no se han cumplido.

  • Dichos expedientes no aclaran cómo resolvieron el gran problema de la representatividad para llegar a la toma de acuerdos en las reuniones donde supuestamente se llevaron a cabo las consultas libres, previas e informadas con la comunidad (conformada por más de 110 comunidades pertenecientes a 22 municipios p’urhépecha en el caso de la Pirekua) o con el conjunto de las comunidades (totonacas, téenek, nahuas, ñañhus y mayas con relación a Voladores) o con los miles de mariachis que existen en el país.

  • Existe una notable restricción de acción territorial en los planes de salvaguarda que contemplan una manifestación cultural (Cumbre Tajín para Voladores y Jalisco para mariachis), cuya práctica abarca una extensión geográfica muy amplia.

Entre los efectos nocivos de las declaratorias citadas se encuentran los siguientes:

  • Surgimiento de conflictos en el interior de las comunidades.

  • Apropiación paulatina del “bien cultural” por sectores ajenos a las comunidades originalmente propietarias de la manifestación cultural.

  • Desigual distribución de las ganancias económicas derivadas de la práctica de las manifestaciones culturales.

  • Aparición de gestores culturales externos a las comunidades que terminan representándolas.

  • Aumento de la tendencia de la difusión de estas manifestaciones culturales como espectáculos para su uso turístico y político.

Cabe advertir que no es reciente la transformación de rituales en espectáculos turísticos o para usos políticos y, por ello, nadie puede afirmar que la citada Convención de la UNESCO ha propiciado dicha manipulación, pero sí se puede demostrar que dicho organismo internacional ha creado mecanismos que dan lugar a que tales usos sociales adquieran mayor impacto social, al proporcionar una vitrina para su exhibición a escala mundial.

No sobra decir que ese aparador para el lucimiento político abre la puerta al uso mediático de dichos patrimonios por parte de los agentes que propusieron las candidaturas premiadas (ya que se trata de un concurso) y que las ganancias económicas y políticas obtenidas por dicha propaganda no se traducen en beneficio directo para las comunidades, cuya propiedad intelectual y económica de su práctica queda en el aire. Tampoco se ve correspondencia entre el uso mediático de la manifestación decretada como Patrimonio de la Humanidad con el presupuesto asignado por parte del gobierno federal y estatal para su verdadera salvaguarda.

Todo parece indicar que la creación de la lista en cuestión obedece al viejo esquema de la promoción cultural, que considera factible y legítimo poner a concurso la creación, la sensibilidad y la identidad. Los concursos generan competencias y otorgan distinciones; su razón de ser es la selección y, por lo tanto, la exclusión. El reconocimiento no se da a la diversidad, sino al que un puñado de personas (el jurado) califica como “el mejor”, brindándole así una visibilidad social que repercute en el aumento de su valor símbolo y su valor de cambio.

Quizá sea obvio aclarar que las prácticas culturales de México, ahora catalogadas Patrimonio de la Humanidad, no son mejores o peores que todas las demás, ni tampoco más o menos representativas de nuestro país: ¿por qué les otorgaron un reconocimiento especial?, ¿qué instancias y personas promovieron tal reconocimiento?, ¿qué beneficios han obtenido dichos agentes de tal promoción?, ¿qué beneficios han tenido sus “portadores”?

Es larga la historia del proceso de transformación de rituales en espectáculos para el consumo de turistas nacionales e internacionales, miles de ejemplos en México y el mundo podrían darse, uno de ellos es la Danza del Venado –y muchas danzas más– que el Ballet Folklórico de México de Amalia Hernández ha desfigurado y banalizado en aras de ofrecer un espectáculo, ballet que por cierto lleva 62 años atentando contra el patrimonio dancístico de los yoreme y de muchos otros pueblos originarios del país, y recibiendo a cambio, además de mucho dinero y poder, incontables reconocimientos, premios y canonjías.


FOTO: Keneth Cruz

Los agentes interesados en producir dichas transformaciones (rituales convertidos en espectáculos) suelen provenir de la iniciativa privada; empresas que buscan ante todo la ganancia por la venta del producto, esto es, la transformación de la cultura en mercancía. Pero esta visión empresarial de la cultura no se circunscribe a dichos agentes, sino que se ha convertido en uno de los fundamentos más destacados de las políticas públicas del sector cultural a nivel mundial. Dichas empresas e instituciones declaran que por medio de estos espectáculos se “rescatan las costumbres”, “se fomenta la identidad”, “se da a conocer nuestra cultura en otros países”, “se reconstruyen los lazos sociales”, etcétera, etcétera. ¿No será lo contrario?

La transformación de una manifestación cultural de carácter ritual en espectáculo, proceso conocido como folklorización o exotización, no sólo representa un cambio de la función social que originalmente desempeñaba dicha manifestación, sino también una fragmentación, una degradación o un empobrecimiento y un simulacro, dado que las manifestaciones culturales de carácter ritual integran varios elementos. En ellas se observa el manejo de fuerzas naturales y sobrenaturales, lo cual implica conocimientos,  saberes y usos relacionados con la sociedad, la naturaleza y el universo; además conllevan el uso de tradiciones orales y corporales. Gran parte de éstas se dan en contextos festivos que ofrecen un marco social de suma importancia para entender la dimensión simbólica del acto ritual.

En relación con los Voladores, en la carpeta para su candidatura se afirma que en su versión integral constituye un ritual y un acto festivo, sin embargo también se indica que: “en el pasado la espectacularidad de la etapa del vuelo fue un factor que coadyuvó a que sobreviviera a condiciones adversas, y de que en el presente contribuye (sic) a su visibilidad.” Cabe comentar que la función asignada a la espectacularidad en el “pasado” es una apreciación muy sesgada, ¿no sería más adecuado decir que los Voladores de Papantla desde mediados del siglo pasado se vieron en la necesidad de hacer de su ritual un espectáculo para el turismo, dadas sus precarias condiciones de vida? Condiciones que, por cierto, siguen siendo las mismas, a pesar de la declaratoria en cuestión, según lo han reportado los propios totonacos durante varios años y por diversos medios (marchas, mítines, entrevistas a diversos periódicos, etcétera). Las autoridades les han prometido seguros de vida a los Voladores, reforestación de los bosques y varios servicios a la comunidad que a la fecha no se cumplen; sin embargo, la imagen de los Voladores se usa como uno de los principales íconos de la cultura veracruzana en la propaganda turística y a los totonacos se les muestra como si fueran las “caritas sonrientes” vivientes. Todo parece indicar que entre más se les exhibe menos se les escucha.

En cuanto a Los Parachicos, también hay información que dista mucho de ser motivo de celebración. Me refiero, por supuesto, a la opinión que al respecto tiene un amplio sector de los directamente relacionados con la organización de la fiesta tradicional de enero de Chiapa de Corzo, ya que han sido invadidos por masas de turistas que sólo llegan a emborracharse, provocando con ello problemas de diversa índole. Existe además una larga lista de conflictos que la declaratoria ha generado en la comunidad, que no podemos incluir en esta ocasión por limitaciones de espacio.

Es importante anotar, para el tema que nos ocupa, que en la carpeta de su registro ante la UNESCO se afirma: “La expresión artística en la Fiesta Grande está ligada al ritual debido a que escenifica ideas, creencias y representaciones, al mismo tiempo en que se transmite su aprendizaje”.

Si bien en la participación de Los Parachicos se observa la conjunción de muchos elementos (la indumentaria, el número de participantes, la energía y algarabía derrochada, etcétera) que dan como resultado un evento espectacular, ello no quiere decir que sean “artes del espectáculo”, como lo establece la clasificación otorgada por la UNESCO, pues su lógica, forma y contenido no están hechos para brindar un espectáculo escénico a un público espectador, sino para celebrar una fiesta religiosa y convivir con los habitantes del pueblo. Dicho en otras palabras, la danza y la música de Los Parachicos en el expediente citado aparecen catalogadas tan sólo como expresiones artísticas ligadas al ritual, y se omite el hecho de que son actos rituales; y no escenifican, sino que expresan por medio del cuerpo y del sonido un sistema de ideas y creencias. Su objetivo no es dar un espectáculo para divertir a los presentes, sino ser un medio de expresión del universo simbólico de los que hacen el acto ritual.

Finalmente, queremos reiterar que el uso mediático de las danzas citadas no se ha traducido en beneficio directo para las comunidades, cuya propiedad intelectual y económica de su práctica queda en el aire. ¿Cómo evitar que la citada salvaguarda no genere mecanismos de exclusión social, apropiación cultural y explotación económica y política? Tenemos que aprender mucho de aquellas comunidades y agrupaciones que han logrado proteger su patrimonio a pesar de tantas adversidades.

Danza folclórica y (nuevo) nacionalismo


Pablo Parga P.

La danza folclórica en México ha respondido a las políticas culturales diseñadas por un Estado autodenominado “nacionalista” que ha fincado su discurso en el concepto de identidad nacional. Bajo este concepto, la cultura hegemónica ha impuesto formas dancísticas que desde su posición muestran “lo mexicano” como una característica per se de todos los habitantes de nuestro territorio sin importar las diferencias culturales específicas de cada grupo social.

Con esta perspectiva, desde principios de los años 20’s de la pasada centuria distintos bailes y danzas tradicionales han sido re-creados escénicamente, aunque es desafortunado que en la mayoría de los casos han resultado versiones descontextualizadas, donde se deja fuera el componente social que las origina y les da sentido. Es decir, se pone en escena una versión estilizada o “arreglada” que dice estar inspirada en las tradiciones mexicanas, pero se olvidan de las personas como sujetos históricos y sociales que la producen.

Así, las versiones escénicas de las danzas tradicionales –generalmente de origen rural y asociadas a procesos religiosos– y los bailes –de carácter festivo social– de diversas poblaciones o regiones de México se extraen de sus contextos originales con supuestos objetivos educativos y culturales, pero con resultados que distan mucho de ellos. Poco tienen qué decir, en relación con la realidad sociocultural, los llamados grupos de proyección folclórica, llámense ballet folclórico o compañías de danza folclórica mexicana.

Un breve recorrido por la historia escénica de la danza folclórica mexicana nos lleva de la interpretación del Jarabe por Anna Pavlova, ejecutado en “puntas” de ballet; a las recopilaciones y reinterpretaciones dancísticas de los misioneros culturales de la época vasconcelista, y a la versión dancística de México para consumo turístico, mostrado por el Ballet Folklórico de México. Esta situación pasa también por el aprendizaje de las danzas y bailes en los festivales artísticos de educación básica –desde preescolar hasta la secundaria–. En todos esos pasajes se pierde el sentido y el contexto en que se produce la danza, o mejor dicho, se pierde el contexto y el sentido en que los hombres y las mujeres de México producen la danza.

Con estas pérdidas, sólo quedan en escena el estereotipo, la generalización, la sonrisa y la visión colorida del movimiento. Con el argumento estético de que el arte es “la belleza”, se ocultan la pobreza, la falta de educación y las desigualdades sociales.

El mensaje es claro: atendiendo al discurso de identidad nacional promovido por los gobiernos posrevolucionarios, la escena artística idealiza “lo mexicano”, y promueve la pertenencia: “nuestras” tradiciones, “nuestras” danzas y “nuestros” indígenas.

Siguiendo la lógica de tal discurso, sería interesante preguntarse, por ejemplo, ¿qué será de los rituales (dancísticos) vinculados al maíz, cuando los transgénicos los desplacen?

Dadas las lógicas políticas y económicas que se están imponiendo en el país, quizá sea tiempo de imaginar nuevas tradiciones y con ellas nuevas danzas y bailes, que a partir de las prácticas tradicionales y populares podrían ponerse en escena. La danza de los transgénicos podría ser una de ellas. Claro, habría que sumar, muchas otras, las suficientes para constituir un repertorio capaz de sostener un programa artístico completo en el Teatro de Bellas Artes, o al menos en los próximos festivales escolares. ¿Será éste el perfil de nuestra identidad nacional en el nuevo nacionalismo mexicano?

 
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