Opinión
Ver día anteriorDomingo 10 de agosto de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Los salarios y el miedo
E

l gobierno ha usado las expectativas con eficacia riesgosa. El cambio buscado en las estructuras productivas e institucionales en que se basa el régimen de propiedad existente ha sido planteado con insistencia como el inicio de una, otra, gran transformación, destinada a modernizar y normalizar el Estado y al país en su conjunto.

El intercambio propuesto adolece de promesas evanescentes y carece de concreciones tangibles y entendibles para la mayoría, al menos como ésta se refleja en las diferentes encuestas de opinión. Tal vez sea por esto que una considerable porción de las opiniones sea desfavorable a la reforma energética, en especial en lo tocante a la apertura de la explotación petrolera a la inversión privada y, al mismo tiempo, la movilización consecuente haya sido casi escasa y pocos se hayan atrevido a alterar la paz casi sepulcral que reinó en el Congreso cuando se aprobaron las reformas transformadoras, privatizadoras del petróleo y el resto de la energía.

El hueco entre lo prometido y lo incumplible puede crecer en el tiempo y se va a ver ampliado por el mal desempeño económico, cuya corrección va a tardar más de lo ofrecido. El mundo feliz sigue en el horizonte, pero su materialización en panes y peces no sólo va a llevar un buen tiempo, sino que su distribución parece hoy condenada a ser tan injusta como lo ha sido a lo largo de la penuria que marcara el fin del siglo y la primera década del nuevo milenio. Esta evidencia, que define el presente, contrasta con lo que augura el discurso presidencial, con su inauguración de un nuevo ciclo despojado de adiposidades y rémoras posrevolucionarias.

Toda revisión de los linderos entre lo público y lo privado, la más delicada y apasionante tarea del legislador –como dijera el gran conservador británico Burke– implica dislocaciones en las relaciones sociales y políticas, afecta intereses y remueve formas arraigadas de dirimir la distribución y la división social del trabajo. Afecta también la forma de instaurar las jerarquías en el sistema económico y, sobre todo, en el político, y la constitución y ejercicio del poder.

Todo esto está en juego hoy, como en el inmediato ayer, precipitado por las reformas estructurales y su impronta privatista y de mercado, en una formación histórica marcada por la concentración del poder, la riqueza y el ingreso, por un lado y, por otro, la desprotección extensa de sus habitantes, la mayoría de los cuales depende para vivir del trabajo y el salario. Es de esto que los brujos y magos del fulgurante reformismo peñista prefieren no acordarse, a pesar de que sería ahí, en el mundo del trabajo, donde podría encontrarse el puente para transitar al futuro con alguna seguridad de que éste será, en alguna medida, el prometido.

Por esta razón y por las que se resumen en las indignas cifras y realidades del trabajo, el empleo, los ingresos y las (in)seguridades que marcan cruelmente nuestro universo laboral, la iniciativa del jefe de Gobierno del Distrito Federal para discutir sobre el salario mínimo llamó la atención de la opinión pública. Por esto y más, es que debería ser recogida y encauzada por los poderes de la Federación. También, digámoslo por no dejar, por un empresariado desperdigado en visiones e intereses, pésimamente representado por unas cúpulas que nadie en verdad ha designado como tales.

No ha ocurrido así, a pesar de esfuerzos retóricos e intelectuales como el discurso inaugural de Mancera el pasado primero de mayo, y el seminario internacional sobre empleo, salarios y desarrollo donde empezó a ventilarse con rigor y seriedad la peliaguda cuestión salarial desde el mirador del salario mínimo.

El gobierno mandó a un subsecretario, quien llamó a no politizar el tema, cuando es claro hasta para él que la cuestión salarial sólo puede abordarse y superarse, si es que es eso lo que se busca, mediante la política.

Las subsecuentes reacciones de reales o supuestos dirigentes empresariales se fueron por ese desfiladero, hasta llegar al oxímoron de exigir que el salario mínimo no sea el fruto de un decreto, cuando es eso precisamente lo que se requiere, como lo dijo Leonardo Lomelí, director de la Facultad de Economía: un decreto que recoja modificaciones sustanciales a la ley y dé lugar a nuevas y más racionales fórmulas para determinar lo que la sociedad considera que es el ingreso mínimo que el trabajador debe devengar para no convertirse en paria.

Qué entendemos por salario mínimo y cómo calcularlo, administrarlo y asegurar su permanente actualización, forman la agenda de arranque para encarar una problemática que puede llevarnos, si se hace con sensatez y responsabilidad políticas, a un nuevo pragmatismo histórico que aspire a combinar, como se hizo en el pasado desarrollista con todos los defectos y excesos que se quiera, acumulación de capital y crecimiento económico con redistribución social y cohesión comunitaria, regional y política, sin lo cual no habrá desarrollo y sí descomposición y deterioro de la convivencia y del Estado que debería hacerla posible.

Esto y más, mucho más, puede gestarse como problema y programa a partir del despliegue de la convocatoria de Mancera, que la UNAM y la Cepal decidieron acompañar en el terreno del análisis técnico y conceptual, como corresponde a sus compromisos y obligaciones institucionales e históricas. Lo malo es que, una vez más, la historia ha decidido poner en juego la peor de sus astucias: he aquí que el gobernador Agustín Carstens, más allá de sus atribuciones y obligaciones como cabeza del Banco de México, autónomo y del Estado, así definido por ley y decreto, estigmatiza la iniciativa advirtiendo sobre unos fantasmales efectos inflacionarios ¡del salario mínimo!

Al actuar así, Carstens abre la puerta para la conformación de un frente opositor que puede ser nefasto para la sociedad y sus contingentes más vulnerados y frágiles y para el propio futuro del orondo reformismo de mercado. Su victoria pronto puede volverse pírrica, si la bravata de Carstens se torna consigna de especuladores y logreros y la amenaza del banquero se vuelve profecía autocumplida.

Toca al Congreso, como tiene que ser en el caso de la energía, hacerse cargo de un punto, sin duda constitucional, que al deshilacharse en una retórica incendiaria promovida por los ricos, sus epígonos y voceros, puede dar al traste con lo que nos queda de Constitución. Más democracia significa ahora, como lo plantea el doctor Diego Valadés, más capacidad de vigilancia e investigación, de control por parte de los órganos colegiados representativos y de la Suprema Corte, que debe ir más allá de la audiencia y los oidores.

El miedo a los salarios, a punto de volverse histeria, puede llevarnos, sin más, al Salario del miedo, añorado filme francés sobre transporte de TNT.

Para seguir con la parábola: de seguir por donde empezó, el góber del Banxico puede acabar como Pierrot Le Fou, rodeado de cartuchos de dinamita y bien dispuesto a explotar con ellos.