Opinión
Ver día anteriorDomingo 3 de agosto de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Autodefensas y comunitarios: Persecución facciosa
L

a detención y el encarcelamiento de decenas de integrantes de autodefensas en Michoacán, como parte de una campaña de depuración efectuada por el gobierno federal, constituye –más allá de los elementos judiciales particulares del caso– un mensaje ineludible del Estado mexicano a las distintas expresiones armadas que han salido a la luz pública en semanas y meses recientes, particularmente en la citada entidad, pero también en Guerrero, Chiapas y Morelos.

En el mismo sentido se inscribe la persecución emprendida por el Ejército contra integrantes de la policía comunitaria de Ayutla de los Libres, en Guerrero, a pesar de que la existencia de esas organizaciones está reglamentada e integrada a las estructuras de gobierno de las comunidades en las que sirven, y su existencia y funcionamiento están previstos en el marco de los derechos de los pueblos indígenas.

Ambas expresiones, sin embargo, tienen como denominador común ser una respuesta de la sociedad a la violencia y la anulación del estado de derecho que se ciernen sobre diversas regiones del país. Es decir, más que ser una causa del quebranto generalizado del estado de derecho, son síntomas motivados no por un afán de profundizar el clima de descontrol y desprotección, sino de corregirlo. Más aún, si se atiende a la descomposición, el caos y la ingobernabilidad que pueden apreciarse en vastas regiones, es posible afirmar que la existencia de autodefensas y policías comunitarias es la diferencia entre mantener y perder totalmente las condiciones más elementales de orden y legalidad.

Desde luego, su operación no es, por mucho, el principal obstáculo para restablecer la legalidad en los puntos del territorio con presencia de esas organizaciones, como parece sugerir la decisión gubernamental de desarmar a agrupaciones como la policía comunitaria de Ayutla o las autodefensas encabezadas por Manuel Mireles en Michoacán, y detener a sus integrantes. Mucho más grave es la pérdida de capacidad del Estado para contener a los grupos criminales en esas zonas y para cumplir con el mandato constitucional de garantizar la seguridad pública, prevenir los delitos, investigarlos, capturar a los responsables y ponerlos a disposición de las autoridades judiciales correspondientes.

Es obligado preguntarse si lo que motiva al Estado es un afán legalista y una pretensión de restablecer el estado de derecho o una motivación de revancha al saberse exhibido en su incapacidad de hacer valer la legalidad y restablecer el orden. En caso de esto último, las acciones comentadas se presentarían como un acto de hipocresía de las autoridades

La propensión del Estado a detener a quienes han decidido combatir la criminalidad lleva implícita una lamentable confesión de ineptitud de las autoridades en turno, una renuncia tácita a moralizar y sanear la administración pública, y, por consecuencia, una abdicación de los deberes constitucionales más elementales. Aún es tiempo de que el gobierno federal recapacite y comprenda que el estado de derecho no puede restaurarse mediante un uso faccioso y poco transparente de la ley y de que evalúe la pertinencia de decretar una amnistía a sectores de la población que, a fin de cuentas, sólo velaban por conseguir lo que no les pudo garantizar el Estado: la vida y la integridad física propia y de sus entornos sociales.