Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 13 de julio de 2014 Num: 1010

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La palabra de
Yásnaya, activista mixe

Ana Paula Pintado

Antropología, contracultura y rock
Miguel Ángel Adame Cerón

La música, el oído
y el silencio

Armando G. Tejeda entrevista
con Ramón Andrés

Rock, literatura
y experiencia

Xabier F. Coronado

Arnaldo Córdova y
La ideología de la Revolución mexicana

Carlos Martínez Assad

Cien mujeres contra
la violencia de género

Esther Andradi

Columnas:
Galería
Ricardo Guzmán Wolffer
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Luis Tovar
Twitter: @luistovars

Ausencia y herencia

Herencia no es, por supuesto, únicamente aquello que se lega en caso de ausencia definitiva; por esa razón, el sentido figurado del acto de heredar admite posibilidades infinitas. Una de ellas es la que consiste en el legado que no por voluntad propia, sino como resultado de alguna circunstancia, alguien le deja a otro. Así, por mencionar un ejemplo frecuentísimo en estos tiempos que corren, hay una herencia compuesta por lo material y, sobre todo, por lo intangible –con total seguridad esta última es la porción más importante–, que acaba en las manos, la memoria y la personalidad de un hijo, una hija, a la que decisiones para ella ingobernables y de las cuales más bien es en gran medida ajena, la han privado de la presencia de alguno de sus progenitores.

Mucho menos la madre que el padre en estos casos, en el momento preciso en que una separación obliga a dos, a partir de entonces, a añadir el prefijo “ex” a palabras como “pareja”, “esposa” y “cónyuge”, el padre ve cómo su presencia en la vida de su hija puede quedar, de tajo y por lo tanto diríase que violentamente, reducida a los objetos, los recuerdos, las costumbres, los hábitos, los rasgos de carácter, que una cotidianidad extinta pudo dejar en la vida de la hija hasta el punto de la separación paterna y que, cabe insistir, no estaban ahí ni eran mantenidos como parte del día a día con el propósito de hacerlos fungir como heredad. Por alguna razón que carece precisamente de eso mismo, de razón, se extiende el uso del prefijo “ex” a personas para las que no es aplicable en estos casos.

Hay ausencias que son como la muerte, y tal vez peores. Del que ha muerto se obtiene más de una certeza y todo consta: en qué lugar se encuentra –o en cúales no podrá encontrarse nunca más, comenzando por “aquí” y “conmigo”–, cómo está, y consta no qué hace sino, lógicamente, qué no hace. Dígase así para contrastarlo mejor con esa crueldad más allá de lo tanático que la ausencia instala: el ausente vive, pero en otro lado; está, pero no aquí, y no puede saberse cómo; se ignora lo que hace, cómo se siente, qué cosas echa más de menos, qué le gustaría... Mucho puede intuirse, inferirse, derivarse, pero esos ejercicios pueden ser tan poco fructíferos y potencialmente tan frustrantes como un mal acto de adivinación, y en ese hueco de incertidumbre que se alimenta de conjeturas se acumula una pus de cuya cantidad y gusto amargo sólo podrían dar cuenta quien imagina y quien extraña, es decir el padre ausente y la hija ausentimizada, valga el neologismo.

Te presento a tu papá

Añádase aquí la presencia de lo espurio, en su variante de inautenticidad, encarnado en alguien que, por propia iniciativa o alentado por algún tercero –la madre, verbigracia–, suplanta usurpando, y al revés también, y quizá lo hace con las mejores intenciones, y quizá con fundadas perspectivas de hacerse en el futuro con una legitimidad basada en hechos... pero eso no significa que lo consiga necesariamente, ni siempre ni con garantías de ningún tipo. Añádase también la inveterada y muy generalizada tendencia materno-social y hasta jurídica a considerar que las decisiones de la madre y la obtención de su bienestar personal –emocional, físico, de todo tipo–, empatan invariablemente, sin desajuste alguno, con el bienestar integral de su hija, y subráyese integral.

Por un instante imagine que usted es una hija pequeña, de unos siete u ocho años, a la que su madre le dice “él es tu nuevo papá”, mientras señala a un sujeto al que usted ha visto apenas, del que nada sabe salvo el nombre, y que su madre afirma esto a pesar de que usted y ella saben que el “papá viejo” existe, aunque no esté, y que un “papá nuevo” es permisible en un único caso de dos posibles: a causa de la muerte o por la renuncia manifiesta del “papá viejo” a seguir siendo lo que de todos modos nunca dejará de ser.

De verdades tales, que no necesariamente lo son, así como de sus consecuencias, está compuesta la trama de Manto acuífero (2014), segundo largometraje de un Michael Rowe que en 2011 debutara con la muy premiada Año bisiesto. Haber(se) puesto tan alto el cordón en cuanto a calidad fílmica hace cuatro años, desfavorece la apreciación que puede hacerse de esta segunda propuesta. Empero, y salvo el desempeño menos que mediano de quien encarna al padrastro, así como una que otra reiteración guionística más bien inane, la trama de ausencia y herencia vista desde algunas de sus consecuencias más desoladoras que propone Manto acuífero termina por contarse aceptablemente.