Imperial de William T. Vollman, un país de nunca jamás en la frontera norte

 “Entre más fotografiaba, más me percataba de que lo que yo quería que todos recordáramos era la frontera misma, esa línea de crueldad, hipocresía, seducción, avaricia, encanto. De ‘oportunidad’, si prefieren: la oportunidad para Lupe de levantarse a las tres y media de la mañana para ir a cosechar el brócoli”.

William T. Vollman, autor inagotable (cuantioso, maximalista, monumental, exagerado), reconocido narrador, cronista, reportero de guerra y ensayista estadunidense (Los Ángeles, 1959), se revelaría como fotógrafo (“no muy bueno”, dice) al sucumbir a lo largo de una década obsesiva a la frontera entre Estados Unidos y México. Concretamente, a cierta estrafalaria interfase que comparten la California de allá y la Baja de acá, que él da en llamar “Imperial” y parece un país de su personal invención. Con el título de Imperial, Vollman publicó hace cinco años un vasto relato de no-ficción, o autoficción (Viking, Nueva York, 2009) de mil trescientas páginas que incursiona en los más inverosímiles rincones de ese “no país”, ¿o espejismo? Observa a México desde allá y a Estados Unidos de acá, o algo así, y en su intensidad verbal deja al lector sin aliento.

Simultáneamente publicó un no menos torrencial volumen de 210 fotografías (Imperial, powerHouse Books, Brooklyn, 2009): el paisaje desnudo de un mundo marginal y proletario, una esquina sorda en el cuerno de la abundancia de California con epicentro en el decadente y moribundo condado de Imperial Valley, pero que en el imaginario del autor alcanza la costa del Pacífico, de Anaheim a Rosarito, y algo de Sonora y Arizona por el lado del desierto. También y sobre todo contiene una profusión de personajes, en su mayoría de origen mexicano, que llevan su paisaje adentro. Los vemos en sus trabajos. La que vende comida. La que vende su cuerpo. El que pesca en agua hedionda. El lavacoches. El que cultiva a destajo. El pepenador. Las mujeres de la maquiladora. Niños en los campos de algodón. Músicos de cualquier otra parte. Un soldado mexicano. Una vaquera en el rodeo. El gringo loco. El sheriff. La Migra. El saca borrachos. Las misses en desfile. El ilegal que se vuela la barda. No estamos ante instantáneas pasajeras sino retratos con nombre, voz, historia y “paisaje interior”. Revelan la meticulosidad del espía, la fijeza del que se quedó rondando toda la primera década del milenio en las tierras de las que es oriundo de por sí. Vollman volvía de andar dejándose matar en Croacia, Afganistán, Somalia, Camboya y otras latitudes calientes.

Con el nuevo siglo, “una” frontera californiana cristaliza para Vollman. Se deja llevar por ella, lo cual no sorprende en un autor obsesivo y pantagruélico (tan sólo en forma de libro ha publicado más de 25 mil páginas). Entre sus novelas se cuentan las siete de la serie Siete sueños: paisajes de Norteamérica; tres colecciones de cuentos; una exploración descarnada de la violencia, también en siete volúmenes, Rising Up and Rising Down (editada por McSweeney). Otros libros suyos tratan sobre las prostitutas (uno de sus temas favoritos), alguna guerra estadunidense o el teatro Noh y las mujeres de Japón. Aunque en castellano se consiguen la novela Europa Central (Mondadori 2007), la crónica Los pobres (Debate, 2011) y las Historias del arcoiris (Pálido Fuego, 2013), aún es poco conocido en México.

Visto de este lado, podríamos considerarlo “un gringo más con fijación mexicana” (y justo sería reconocer entonces que es una noble tradición de la literatura y el periodismo estadunidenses, muy pocas veces colonialista, que viene de Ambrose Bierce y Jack London hasta Barry Gifford, John Ross o el mismo Vollman, pasando por Tennessee Williams o Jack Kerouac. Efecto de nuestra vecindad fatídica. De la repulsión/atracción que tanto define nuestra historia y culturas, las coordenadas de nuestro nacionalismo. Para Estados Unidos también, aunque con dosis de miedo, extrañeza, culpa luterana y fascinación malsana (como podemos encontrar en las novelas de Cormac McCarthy).

Mexico is one of the most alien places on Earth (“México es uno de los lugares más extraños de la Tierra), leemos en el reportaje homónimo de las fotografías de Imperial. “Bajo esas miradas de sonrisa fácil o católico recelo asoma una mucho más complicada estructura jerárquica, que a su vez subdivide a todos los supuestos ‘mexicanos’ en miríadas de espiritualidades locales cuya sobrevivencia, secreta a medias, va del prolongado tormento de la conquista hasta la promesa de su propia continuidad en coloridos glóbulos de coherencia, irrelevantes para el escrutinio de los capitalistas estadunidenses, quienes a su vez se protegen de eso”.


Hombre mirando desde el lado mexicano hacia California, Chula Vista, 1999.

En una reseña cínica, Sam Anderson describe brutalmente el Imperial de Vollman: “En el nivel más básico, es sólo un trozo de tierra: una franja de desierto cuyos atractivos incluyen un mar tóxico, un río envenenado y unos 130 kilómetros de parchada frontera internacional. Dicho territorio permaneció casi vacío hasta comienzos del siglo XX, cuando el lado estadunidense floreció repentinamente, gracias al milagro de la irrigación masiva, y devino tierra pródiga en lechugas, espárragos, melones y algodones. Predeciblemente, el lado mexicano siguió siendo una tierra baldía, apenas mojada por los canales de desecho salitroso del lado estadunidense. Igualmente predecible, eso orilló a los ciudadanos mexicanos a cruzar la frontera para realizar el trabajo pesado del norte. El resultado fue una inmenso, fascinante amasijo de hipocresía: la patrulla fronteriza se quebró, las granjas corporativas se hicieron dependientes del trabajo ilegal. Al cabo de algunas décadas, al desvanecerse la promesa económica (un daño colateral de la insostenible naturaleza de la irrigación en gran escala), el área volvió a ser árida y baldía: un foco de racismo y violencia, tedio y desesperación” (New York Magazine, julio 29, 2009).

Por lo demás, la grafomanía de Vollman remite al nuevo fenómeno literario mundial, el noruego Karl Ove Knausgaard, quien con seis tomos que se desdoblan en más, titulados Mi lucha (ignorando que así se llama el bodrio de Hitler), emprendió una memoria novelada que no omite el más ínfimo detalle por inútil que parezca, y que trae locos a críticos y lectores del primer mundo (en su país fue un éxito masivo y ya hubo quien lo demandara por difamación). Quizás estamos ante un nuevo tipo de autores, producto de la rapidez computacional, que reflejan la nueva frontera de las escrituras posibles. La vida dicha hasta el último detalle. La imposibilidad de detenerse. Los manuscritos interminables. La voracidad de lo real.

Hermann Bellinghausen