Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 8 de junio de 2014 Num: 1005

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La tetralogía de
Eraclio Zepeda

Marco Antonio Campos

El último hombre,
de Mary Shelley

Luis Chumacero

Lo bien hecho...
Ricardo Yáñez

Inconformidad
y escritura

Luis Rafael Sánchez

El eructo de
los ruiseñores

Mario Roberto Morales

Saul Steinberg: exilio
desde la Novena Avenida

Leandro Arellano

La vida de Gerardo Deniz
José María Espinasa

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Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Febronio Zatarain
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
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Las Rayas de la Cebra
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Cabezalcubo
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Luis Tovar


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María Bravo

Bailar: la revelación exacta

“Como vives bailas”, decía Isadora Duncan, y sostenía que “con un simple movimiento de cabeza, hecho con pasión, se puede provocar un estremecimiento de éxtasis”. Jean-Georges Noverre, teórico de la danza, coreógrafo y bailarín, exigía a los ballets que “aprendieran a hablar ‘el lenguaje de las pasiones’, porque un ballet debe ser dramáticamente coherente; los pasos deben ser consecuencia de los sentimientos [...] y un ballet bien compuesto debe ser expresivo en todos sus detalles y hablar al alma”.

Es como si la persona que baila expulsara energías que nos bañan y contagian el deseo de búsqueda de uno mismo. Doris Humphrey, bailarina estadunidense, decía que “nada revela con más claridad la intimidad del ser humano que el movimiento y el gesto. Es posible, si uno se lo propone, esconderse o disimular a través de la palabra, la pintura, la escultura y otras formas de expresión, pero en el momento de movernos, para bien o para mal, se da la revelación exacta de lo que somos”.

¿Todos podemos menearnos al compás de la música o de nuestro propio ritmo? Hay quien responde que sí a esta pregunta –aunque algunos afirmen que tienen dos pies izquierdos y haya quienes lleguen a la exageración de evitar la relación sexual si el sujeto en cuestión no sabe bailar.

Ese flujo es diverso, único, y en ocasiones habla de alegría, paz o, por el contrario, de demonios. La marroquí Fátima Mernissi comparte en Sueños en el umbral. Memorias de una niña del harén, que hay danzas donde las mujeres bailan con los ojos cerrados “agitando sus largos cabellos de un lado a otro, como si hubieran abandonado por completo la modestia y las represiones físicas”.


Rumba, litografía de Miguel Covarrubias

Si la peor de las prisiones es la que uno mismo se crea, el baile puede ser la expresión de lo que sentimos. Si estamos enojados con nuestras vidas, la danza lo manifiesta y, por lo tanto, es agitada, iracunda o triste o, en el peor de los casos, nos lleva al aquietamiento, es decir, ya no bailamos, lo que podría verse como una situación anormal, una especie de discapacidad para comunicarse, porque la danza y el habla constituyen actividades básicas del ser humano, aparecen unidas a las personas desde la Antigüedad.

La danza en la historia ha servido para expresar necesidades vitales de alimento, caza, recolección, siembra, cosecha. Se creaban "coreografías" para adorar al sol, a la luna, al trueno, al amor, a la guerra, a la muerte, a la divinidad, a la fertilidad. Se rendía culto al miedo, a la obscuridad, al sexo, al erotismo, a la muerte y a la cotidianidad. Se hacían rituales fúnebres y para pedir lluvia.

El antropólogo inglés John Blacking realizó un estudio sobre el poder de la música en el ser humano. Convivió con la tribu africana venda y dedujo que sus bailes tribales eran una forma de supervivencia del grupo. A través de diferentes danzas encontraban pareja, resolvían conflictos o hacían rituales de iniciación, de hermanamiento o de unión gregaria para ir a cazar o a una guerra.

Esa corriente de energía y calor generada por el desplazamiento es asimismo un anhelo de bienestar, de acceder a la prosperidad en todos los sentidos, o significaba la aspiración a la redención y la purificación, como sucedía con los negros esclavizados, quienes utilizaban su cuerpo como auténtico medio de expresión y, aun con grilletes en manos y pies, se movían, creando así la danza de la libertad. De esa forma mantenían vivo su espíritu y sus deseos de continuar en el mundo.

Probablemente por esa misma razón la bailarina Mary Wigman, durante los bombardeos a Leipzig, ciudad alemana donde vivía durante el régimen nazi, confesó: “Me da vergüenza admitirlo, pero ante este espectáculo aterrador me siento impulsada a la creación.”

Bailar nos salva de la catástrofe de nosotros mismos y también de la generada por los demás, no es sólo un entretenimiento. Cada quien puede encontrar una razón para hacerlo. José Limón, bailarín, maestro de danza y coreógrafo mexicano, aseguraba que bailar daba “una visión de poder inefable. Un hombre puede, con dignidad y torrencial majestuosidad, bailar. Bailar con las visiones de Miguel Ángel y como se baila la música de Bach”.

Cuando el cuerpo se mueve toda la experiencia humana está en juego. Algunos conservamos esa vieja práctica de ir a bailar. Con la pareja intercambiamos historias cada vez que nos tocamos y juntamos las auras y la piel. Nos decimos: “esta soy y estos son mis ancestros, de aquí vengo”.

Quizá nos haría bien reeducarnos, traer a la modernidad ese acto primitivo grupal con el que recordamos el intenso y placentero sentimiento de pertenencia a un conjunto, actitud primigenia que nos otorga plenitud. Ir a los sitios abiertos a danzar de dolor, soltar la tristeza y el duelo por el deceso de un ser querido; o bien de gozo por la vida, de amor, erotismo; pedir que llueva en estas épocas de calentamiento global, e incluso bailar de indignación porque nuestras decisiones políticas no son respetadas.