Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 1 de junio de 2014 Num: 1004

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La otra obra
de Carballido

Edgar Aguilar entrevista
con Héctor Herrera

El nombre de las piedras: memoria y diversidad
Esther Andradi

A la vista de todos: negación y complicidad
Ricardo Bada

Esquirlas trágicas de
la literatura alemana

Juan Manuel Roca

El murmullo del frío
Carlos Martín Briceño

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Columnas:
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Cabezalcubo
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Enrique López Aguilar
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Los discursos de amor en la obra poética
de José Francisco Conde Ortega (V Y ÚLTIMA)

Más allá de boleros, modernismos y erudiciones, con los cuatro mencionados, ya son suficientes los enigmas: ¿hacia dónde apuntan otoño, arena, ángeles, alcohol y el intruso corazón? A la indecible y parcial biografía de un órgano en el que los latinos quisieron colocar los impulsos de los sentimientos amorosos y eróticos, a la certeza de que “no se manda en el corazón” porque mi rival es mi propio corazón, por traicionero. Lo que sus impulsos traicionan es el orden de los otros, de quienes no son yo ni , así como la propia idea racional de que hay jerarquías, instituciones, horarios, oficinas de Hacienda, embotellamientos de tránsito, clases de redacción y fumarolas en el Popo: el corazón se vuelve intrusivo porque trastoca el principio de realidad, el deber ser, el superyó y el ámbito de la superestructura para arriesgarse en esa empresa, no por cotidiana menos virginal y renovada, del erotismo y del amor, la más célebre de sus enfermedades. Esto puede volver a decirse de la siguiente manera, si uno quisiera transvasar al poeta en formatos impíos: el corazón introduce en el ánimo, contra los sustos de la moral, cierta borrachera y un amor por los ángeles ante los que la arcilla de los hombres se yergue en el otoño.

Una antología personal tiene algo de recuento, de subrayar ciertas líneas temáticas, de privilegiar algunos textos y de colocarse en el papel de emisor y receptor de una obra. El inevitable lector de su propia obra en que termina convirtiéndose un autor, puede colocarlo a la par de la sensibilidad de otros lectores, o en contra suya, y ese ya sería un tema adicional para el análisis de la crítica literaria y de la teoría de la recepción porque, desde el principio, toda antología está determinada por el gusto personal del antologista. En el poemario más reciente de Francisco Conde, que es una antología personal, se confirman y modifican las obsesiones del autor, tanto en los territorios temáticos como formales.

Espina del tiempo prosigue en Cuaderno de febrero la trayectoria poética amorosa de los poemarios previos, salvo que este poemario transforma el erotismo de poemas anteriores en formas de una emoción amorosa más profunda, más íntima, si cupiera decirse. Los estados de enamoramiento y deseo, de fascinación visual y táctil que fueron parte de la estrategia poetizadora desde los primeros libros de Conde, pasaron a formas mucho más serenas, pero no menos intensas (aunque lo dicho parezca una contradicción), como lo muestra el siguiente texto:  “Digo tu nombre/ para que nazca el día.// He plantado las semillas/ de sus letras/ en la zona más fértil de mi cuerpo.”

El discurso amoroso de Conde adquirió otra dirección en Fiera urgencia del día, cercana al expresado en Rosa de agosto, pues el poemario se inscribe en el tono elegíaco y se dirige a la invocación de personas que fueron cercanas al autor, pero que han muerto; así, busca el recuerdo y, a la vez, su permanencia en el afecto, dilatado mediante la arquitectura de los versos. No se trata de monumentos funerarios sino de instantáneas donde la persona prosigue su experiencia de vida, o del repaso desde una mirada memoriosa para mantener una conversación que, con el poema, no se acaba. Así lo muestra el siguiente soneto, donde el poeta recurre a los centones (inspirados en títulos de poemarios) para invocar a César Rodríguez Chicharro, en un poema homónimo donde la huella, la aguja y la mano son las señas de reconocimiento con el profesor, el poeta y el amigo muerto hace  treinta años, con quien prosiguen las lecciones de vida y literatura:  “Dejas así, la huella de tu nombre/ escrita en una aguja de marear,/ y una mano en el ancla. Eres el hombre/ que no sabe del miedo de cruzar.”

Es arduo desbrozar tantos años de trabajo poético en unas apretadas y fatigosas cuartillas porque, finalmente, es inevitable que cada lector pueda seleccionar temas y poemas distintos de entre los doce poemarios que José Francisco Conde antologa en Espina del tiempo. El libro es fiel a su práctica de lupus sapiens eroticus, cuya conciencia es la de una gregaria soledad en una obra homogénea y diversa, firme y seductora. Para recordar lo que sugiere su Práctica de lobo, la autoantología condesiana incita, entonces, a que otros lobos se adiestren con el Lobo, a que lean sus poemas y abandonen la manada, y a que cada lector inicie su práctica de lobo en las lecciones donde se espina el tiempo.