Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 18 de mayo de 2014 Num: 1002

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La memoria de nuestros nombres
Agustín Escobar Ledesma

Edmundo Valadés:
vivir para El Cuento

José Ángel Leyva

El espíritu magonista
en la Casa del Hijo
del Ahuizote

Jaimeduardo García entrevista
con Diego Flores Magón

Esterilidad
Enrique Héctor González

Un fantasma en el
corral de esclavos

Víctor Ronquillo

Bánffy Miklós,
maestro húngaro

Edith M. Massün

Paolo Giordano y
el éxito literario

Jorge Gudiño

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


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Luis Tovar
Twitter: @luistovars

De lascivia impune

Mil setecientos años de adoctrinamiento “católico, apostólico y romano” han sido más que suficientes para que la sociedad occidental, en su aplastante mayoría, se tornase hábil en la práctica nefanda de mirar hacia otra parte cuando lo mirado no corresponde a la versión oficial de sí misma o de alguna de sus instituciones, habitualmente autocomplacientes y prontas a negar, soslayar, minimizar o relativizar todo aquello que perjudique su imagen pública.

Maestra indiscutible en el arte del encubrimiento de pestilencias propias y ajenas, la Iglesia católica rebosa ejemplos de cómo contradecir con la palabra aquello que los hechos gritan: para no hacer un recuento demasiado extenso e inevitablemente incompleto, baste con recordar la venia moral que el polaco Karol Wojtila dio a personajes tan innegablemente siniestros como el dictador militar y asesino golpista chileno Augusto Pinochet, así como al fundador de la Congregación de los Legionarios de Cristo, el pederasta y violador sexual sacerdote mexicano Marcial Maciel, a quien llegó a nombrar públicamente “ejemplo para la juventud” aun a sabiendas de las fundadas acusaciones en contra de ese criminal que, como único castigo, fue obligado al retiro eclesiástico, quedando impune de sus innúmeros delitos.

Ángel de tierra

El antedicho es el punto histórico preciso en el que arranca Obediencia perfecta (2014), ópera prima del otrora sólo productor Luis Urquiza. Protagonizado de manera soberbia por Juan Manuel Bernal en el que sin discusión es su mejor trabajo hasta el momento, el filme fue coescrito por el propio Urquiza con Ernesto Alcocer y, no obstante los nombres de ficción, su intención manifiesta es exhibir –en el sentido amplio de esta palabra– los hechos que condujeron a Maciel a una defenestración, es preciso insistir, de todos modos insuficiente.

Sensible y hábil, Urquiza no apeló a las posibilidades de escándalo que ofrecía una historia como ésta; prefirió ser sutil y aplicar una mirada minuciosa, más ocupada en el desentrañamiento del cómo que en el amarillismo del qué: para decirlo con una crudeza similar al trasfondo de lo que aquí se cuenta, el énfasis narrativo está puesto en el proceso sibilino, hipócrita en grado sumo, mediante el cual Ángel de la Cruz –alegórico nombre ficticio del muy terreno Marcial Maciel– no sólo conseguía satisfacer sus bastante poco espirituales, totalmente carnales apetitos, sino también lograba que sus víctimas desearan eso mismo a lo que De la Cruz/Maciel los había conducido: al ejercicio, retorcidamente gozoso, de una sexualidad cuya verificación anula de un solo golpe, volviéndolo materia de cinismo infinito y criminalidad sin atenuantes, al conjunto entero de postulados falsamente humanistas, espirituales y educativos en virtud de los cuales el pederasta líder de los Legionarios de Cristo –los Cruzados, en la película– se hacía de renovadas oportunidades de refocilamiento pero también, simultáneamente, de poder económico, complicidades políticas y eclesiásticas y, por lo tanto, de ojos que supieran voltear hacia otro lado.

Cinematográficamente hablando, a Obediencia perfecta no le duele absolutamente nada: se diría que sus cualidades técnicas y narrativas pasan desapercibidas, de tan eficientes que resultan para que el espectador aplique toda su atención en los horrores ahí contados. Se diría, también, que paradójicamente no hay nada en la trama que un cinéfilo promedio desconozca: ya sea Maciel o cualquier otro sacerdote católico de los muchos que, por todo el mundo, han hecho de la pederastia uno de los vicios más evidentes de esa institución por lo tanto innoble –y más mientras porfíe en los diversos modos que hay para un encubrimiento imperdonable, por ejemplo proclamando “santo” al cómplice más elevado de dichas taras espirituales–; ya sea porque siempre se ha tratado de una suerte triste de secreto a voces, el hecho último que subyace en este filme lo puso en palabras el propio Luis Urquiza: “Lo de Maciel es sintomático.” En otras palabras, y como lo pone de manifiesto la estructura cíclica de la trama en Obediencia…, con todo y ser el más desgraciadamente célebre, el padre santo –como se hacía llamar por sus discípulos/amantes– no es sino uno entre muchos más, sólo que protegido por el poder que logró acumular.

De muy pocas películas en realidad puede uno decir que son necesarias e importantes. Por el tema que aborda y por la forma en que lo hace, Obediencia perfecta es una de ellas, y no importa si suena a publicidad: no se quede usted sin verla.