Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 18 de mayo de 2014 Num: 1002

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La memoria de nuestros nombres
Agustín Escobar Ledesma

Edmundo Valadés:
vivir para El Cuento

José Ángel Leyva

El espíritu magonista
en la Casa del Hijo
del Ahuizote

Jaimeduardo García entrevista
con Diego Flores Magón

Esterilidad
Enrique Héctor González

Un fantasma en el
corral de esclavos

Víctor Ronquillo

Bánffy Miklós,
maestro húngaro

Edith M. Massün

Paolo Giordano y
el éxito literario

Jorge Gudiño

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Columnas:
A Lápiz
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Naief Yehya
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Bemol Sostenido
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Paso a Retirarme
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Jornada de Poesía
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Hugo Gutiérrez Vega

Una dehesa en Extremadura

Frente a la Sierra de Gredos y el imponente Pico de Almanzor, entre Navalmoral y Peraleda de la Mata, se encuentra una dehesa que lleva por nombre Las Coscojas. En ella hizo vida comunitaria un pequeño grupo de mexicanos y de españoles que tenían en común haber participado en el intento de organizar una utopía en el hermoso pueblo de Tlayacapan, ejemplo señero de la arquitectura agustiniana. Integraban esa comunidad el arquitecto, grabador, vitralista y escultor Claudio Favier; el abogado español Javier Cabrera, su esposa Paloma y el traductor y poeta mexicano Guillermo Hirata. Como en película de Capra, cada quien llevaba su vida como le venía en gana, en una armoniosa y pacífica convivencia.

Por aquellos años, principios de los ochenta, el que esto escribe era consejero cultural de la embajada de México en España. Organizamos muchas semanas culturales en distintas ciudades y Claudio colaboraba prestando sus materiales para las exposiciones: óleos, grabados, esculturas de diferentes medidas y su originalísima joyería en plata. Todo esto lo elaboraba en su estudio de Las Coscojas que presidía un imponente tórculo italiano. Guillermo estaba a cargo del pequeño negocio de compraventa de cerdos y, al mismo tiempo, traducía textos filosóficos del alemán para el Fondo de Cultura Económica que dirigía en España el inteligente y generoso Federico Álvarez. Su actividad secreta era la poesía, y la mantuvo en la sombra hasta poco antes de morir, cuando publicó un poemario prologado por la poeta española Francisca Aguirre. Paloma, muy activa en el psoe, era regidora de Peraleda, y su esposo Javier daba clase de iniciación a la música en Navalmoral, iba a la capital a la ópera y a los partidos del Real Madrid, paseaba a los perros y pasaba largas horas escuchando música en su pequeño estudio.


Ilustración de Claudio Favier Orendáin tomada de su libro Ruinas de
utopía, publicado por el Fondo de Cultura Económica

Todos ellos habían participado en el experimento comunitario de Tlayacapan, que consistió en una serie de acciones tendientes a promover la participación ciudadana, cavando para hacer el drenaje, la distribución de agua potable, la creación de una escuela preparatoria y una serie de actividades de difusión cultural. Era la época del obispo Méndez Arceo, de Iván Illich, de los benedictinos de Lemercier, de la teología de la liberación y de la renovación de la Iglesia promovida por Juan xxiii. A los caciques morelenses les pareció peligroso el experimento comunitario porque se percataron de que tenían mucha popularidad entre los habitantes, y los utopistas fueron perseguidos y tuvieron que salir rumbo a España. Claudio y Guillermo eran sacerdotes jesuitas y se vieron obligados a pedir permiso para salir de La Compañía. Ya en la dehesa, Claudio escribió un hermoso libro, Ruinas de utopía, que publicó el FCE, y elaboró una excelente serie de grabados sobre iglesias y costumbres populares.

Han muerto los miembros de la comuna de Las Coscojas y de la utopía de Tlayacapan. Sólo queda Javier quien, acompañado por sus mastines, mantiene viva la hermosa casa construida por el arquitecto Favier. Es blanca y destaca entre los árboles, los olivares y las encinas. Todas las mañanas se puede saber si habrá lluvia o sol observando el perfil del Pico de Almanzor. En la dehesa vivieron, trabajaron, abrieron las puertas generosamente a los huéspedes y murieron los utopistas de Tlayacapan. Pienso en ellos cuando veo las iglesias agustinas del poblado morelense. Ahí están las ruinas y la memoria viva de unos generosos y valientes utopistas.

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